Tal vez no haya sido mi mejor maestro, pero fue fundamental haber leído la obra de Abelardo Castillo en su totalidad, conocer algo de su intimidad, algunos de sus gestos de aprobación, sus repentinos enojos, su casa, el tono grave de su voz. Fui alumna suya algo menos de un año. Noté que le gustaba la pose de escritor: tener la partida de ajedrez armada en la mesa, fumar pipa frente a nosotros, admitir, prohibir, tener un gato, rascarse la barba mientras hablaba o contar anécdotas de otros escritores. Se comparaba con Sábato. Decía que se peleaba con él. Eso a mí me hacía, casi, venerarlo. Compré viejos números de las revistas que dirigió con Heker y cumplí con todas las consignas que pidió esos meses, intentando ser la mejor alumna. Pero no alcanzó. Cuando se enteró que estaba embarazada, en 2000, me impidió seguir yendo a su taller. De alguna forma esa prohibición fue causa y motivo de todo lo que vino después. Ahora pienso que, tal vez, sabía cómo funcionaba mi cabeza. Lo había previsto antes que yo lo supiera. Había leído mis marcas y mis huellas. Ordenar "no hagas eso" –se sabe– es la mejor forma de conseguir que alguien sí lo haga. Unos años después, escribí todo aquel enojo en un cuento incierto y mentiroso que le dediqué secretamente. Hubiera dado cualquier cosa por seguir siendo su alumna. Me avergonzaba contar que ya no estaba entre "los selectos", que incluían a una chica más chica que yo, que escribía algo que sucedía en el balneario Hemingway de Villa Gesel. La envidiaba. No entendía por qué, pero lo hacía. Tenía rulos y piel morena. No recuerdo su nombre. El primer cuento que me premiaron y publicaron lo escribí en los meses que iba a su taller. Eso me daba más rabia todavía. Odié ese cuento tanto como a él. Lo amé y lo odié en la misma medida. Le robé mil dichos y anécdotas para armar mis clases. Algunas veces, incluso, usé sus palabras y no lo cité. Lo recordaba diciendo esa frase y me guardaba la referencia. Incluso, llegué a sentir que era justo hacerlo. Otras veces, envalentonada, lo critiqué en público. Lo desprecié por motivos infantiles, feministoides, banales. Pensaba que pararme en la vereda de enfrente le daba fuerza a mi voz. Todavía lo odio. Ahora lo odio más. Lo odio como sólo sabemos odiar los que amamos. No te pienso extrañar, Abelardo. Tal vez sólo siga leyéndote y acepte que algunas cosas que repito, las dijiste vos.
2 de mayo de 2017. Todo mal con la muerte.
