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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

12.6.15

Pelos, Editorial Outsider

Una antología de muchas cosas.
[Nueva versión e-book]
Las Claudias
Editorial Outsider, 2015.


***Próximamente presentación***
25/6/15 | 9.30 hs
Casa Brandon [Luis María Drago 236]
www.eloutsider.com.ar




Un´ora di nuoto (fragmento*), de Laura Salvai

La casa estaba al lado de la iglesia y daba a la calle principal. La puerta de madera, agujereada por las polillas, se había hinchado, por la lluvia. De la entrada oscura salía una escalera, empinada, con escalones de piedra que llegaban al primer piso. Había olor a musgo del pesebre. En el descanso había dos puertas que se abrían a dos habitaciones: a la izquierda, un dormitorio con dos catres de hierro; a la derecha, una cocina con un sillón en una esquina. Eso era toda la casa.


—También hay un baño —dijo Carmela—. ¿Querés verlo?


Le respondí que no; en la cocina había algo que me interesaba más: sobre una mesita cubierta con un mantel tejido al crochet había un casco de astronauta anaranjado. Parecía un objeto olvidado por el equipaje de una nave espacial que había venido del futuro. ¿Qué hacía ahí?


Cuando vi la pantalla gris entendí que era un mini televisor. Acaricié el plástico brillante que reflejaba los recuadros de la ventana.


—¿Funciona? —pregunté ansiosa.


Carmela se había agachado y hurgaba en las repisas de un mueble. Apenas se volvió.


—Obvio. Es nuevo.


Me moría de ganas de encenderlo.


–¿Lo encendés?


—Después.


Se alzó y me puso un paquete de papas fritas en la mano.


—Ahora comé, Biafra.


No le respondí; no tenía ganas de discutir en su casa. Y además las papas fritas me encantaban. ¡Una vez que podía comerlas en paz! Me metía puñados enteros en la boca.


—Mi mamá no las compra nunca. Dice que están llenas de aceite.


—Pero vos sos flaca. ¿Qué mal te pueden hacer?


—No sé —Era la verdad: no lo sabía. Y fue en ese momento que me di cuenta de que no había nadie que nos dijera qué hacer o qué no hacer.


*


Al día siguiente, mientras hacía los deberes en la mesa de la cocina, mi mamá vino a decirme que iba a ir a la casa de Carmela para convencer a la madre de que la deje venir con nosotras al centro salesiano en auto.


—No me cuesta nada —dijo—.Y además me duele el corazón de pensar en esa criatura sola en la parada del colectivo. “Me duele el corazón”, ¡qué modo tan ridículo de hablar! Era clarísimo que no conocía a Carmela. Hablaba con esa voz llena de consideración.


–No quiero tomar iniciativas sin el permiso de la madre. Nunca se sabe.


—Hacé como quieras —le dije. A mí me daba lo mismo.


Seguí haciendo los deberes. Media hora después volvió a casa con una expresión sombría en la cara. Entró en la cocina sin decir palabra y fue a la pileta como una flecha. Enjuagó un par de vasos como si quisiera romperlos. Yo le fijé los ojos en la espalda, tratando de decir algo para romper el silencio. Cuando se queda callada es peor que cuando me reta.


—¿Le hablaste?


Cerró la canilla con un gesto brusco.


–No. La madre no estaba.


—Te lo había dicho. Trabaja en una fábrica. Yo nunca la vi.


Se volvió de golpe, agitando una cuchara de madera en mi dirección.


–Esa criatura está siempre sola en casa.


Por un instante pensé que la madre de Carmela no existía y que ella vivía sola, sin adultos, como Pippi Medias Largas.


—Y además esa casa es un antro. Hay mufa en las paredes— Lo decía como si fuese culpa mía. Alcé las manos para hacerle entender que yo no tenía nada que ver. Se lo tenía que decir a su bien amado cura. Por lo que yo sabía, él las había llevado ahí cuando habían llegado de Calabria. Se había visto obligado a ayudarlas, porque en la Biblia está escrito que hay que socorrer a los huérfanos y a las viudas. Era lo único que le importaba.


Con la plata de la misa se había comprado dos departamentos nuevos y los alquilaba solamente a los piamonteses. Pero el cura no se ponía en discusión. Había algo que le molestaba más, se veía a la distancia. Al final lo dijo con los dientes apretados.


–Ni siquiera tienen un baño; pero en la cocina hay un televisor último modelo.


Salté de la silla, haciendo caer los cuadernos.


–¿Lo viste? Parece un casco de astronauta. ¡Es hermoso!


Extendió un brazo como si quisiera repeler un ataque de Satanás.


–Es así como los pobres tiran la plata; acordátelo bien.


Me caí otra vez en la silla. Caramba. A mí Carmela no me parecía pobre para nada. En el recreo siempre tenía un paquete de papas fritas comprado, y no un sánguche hecho en casa envuelto en el paquete de los fideos, como los que llevaba yo.

*Traducción: Viviana Lovotrico

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