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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

22.2.14

Veinticuatro


Mi forma de defensa es irme. No importa por qué, nunca importa qué me exaspera, no quiero indagar en eso sino en cuál es la parte mía que se engancha en el drama que “acaso suele plantear” alguien ajeno a mí. La pregunta que me hago es por qué no me resbala lo otro, por qué, finalmente, me involucro. Para evitar la discusión infructuosa, salgo. Van unas cuantas salidas en lo que va de esta semana. Elijo caminar en subida, porque me cuesta más. Debe ser, un poco, algún resabio de la idea de “calvario”, “caminar el camino de la cruz”. ¿Acaso no es eso tolerar? Llevo el libro y el lápiz. Anoto ideas, pienso en las maneras apropiadas o convenientes, en mis límites y en mis miedos. Es la primera vez en estos días que me siento completamente sola, responsable de mover una maquinaria que se fue engrosando sin que me diera cuenta. ¿Hasta dónde soy la responsable y por qué? De pronto el pensamiento deja de auto flagelarme y me quedo suspendida observando la imagen que tengo delante de los ojos, otra vez la misma imagen. Me siento en una piedra, en medio del cerro, y me quedo observando la belleza de una topadora oxidada. Cuando vuelvo a la computadora escribo lo siguiente.


Topadoras oxidadas, olvidadas en la ladera del cerro, amarillas, abandonadas. Topadoras dejadas ahí. Vidrios rotos y pozos aledaños convertidos en charcos. Montañas de tierra a sus costados, escoltándolas, como ladrones clavados en la cruz. Pastos crecidos encima de las topadoras crucificadas. Tiradas. Promesas de casas que no fueron. Vacaciones truncas, cabañas olvidadas. Cimientos que quedaron enterrados, yuyos sepultantes, cardos y matas rastreras ahogando topadoras, topos que se toparán con topadoras enterradas, podridas, agujereadas. Restos fósiles de robots constructores del Siglo XX, poesía escrita en la realidad, fuera del texto y de la cabeza de quien lo escribe. Imagen que no necesita ser narrada. Excavaciones que no se harán. Decadencia de lo que nunca termina de ser.

Veintitrés


Vamos a Villa Cura Brochero a ver el cráneo del “pastor con olor a ovejas”, también llamado “cura gaucho”, beatificado por el papa Francisco el 14 de septiembre de 2013. De paso vimos la campana gigante que el Vaticano donó a Santiago Olivera, obispo de la diócesis, para ser colocada en el santuario Nuestra Señora del Tránsito, en la plaza de la Villa.

Durante el viaje, después de ver los restos del cura, mi hija me pregunta, así como al pasar, qué quiero que haga ella con mis libros, cuando yo me muera. Le digo que haga lo que le parezca, que lo que ella decida va a estar perfecto para mí. Entonces lo piensa un rato y a los pocos metros rompe el silencio para decirme: Ok. Vendo todos los libros y me guardo los tuyos.

El trayecto de Carpitería San Luis a Cura Brochero Córdoba me lleva de paso por una serie de pueblos detenidos en el tiempo. Chacras del sur, La Paz, La Población, Yacanto, San Javier, Las Tapias, Villa Las Rosas, Los Hornillos, Las Rabonas, Nono y Mina Clavero. Cada lugar con su encanto, sus zonas decadentes, sus residuos históricos, sus más o menos mejoras tecnológicas, su aporte provincial y su ganancia turística. Viajar por el país para conocerlo por dentro, pienso. ¿Es posible conocer el país mirándolo de cerca por unos días, o acaso sólo aminoramos la culpa que nos provoca semejante brecha comprando artesanías o consumiendo lo que nos propone cada lugar? La extensión de la Argentina es abrumadora. La disparidad, lapidaria. Cada pueblo tiene un cementerio, una iglesia, una plaza, una carnicería. Chacras del sur, pueblo límite geográfico a pasos de San Luis, ofrece miel pura de abeja a 40$ el kilo. Apenas dejo San Luis, ya comienzo a escuchar la tonada cordobesa en la voz de los parroquianos. La vegetación se hace abundante y más tupida. Compramos vino dulce y cactus de diversas especies. Un gordo nos cuenta cómo prepara las aceitunas en sal muera y nos da a probar pan de campo y jamón serrano.

Más adelante nos dejamos llevar por el Río Los Sauces. Nos sentamos a la sombra de uno sus vegetales llorones, comemos empanadas y después nos mojamos. Nuestras lonas y bolsos quedan amontonadas en uno de los márgenes del lecho donde el agua corre cuando el río crece. Los Sauces se extiende a lo ancho de casi 200 metros y muere en el Dique La Viña. Su naciente corresponde a la confluencia de los ríos Panaholma y Mina Clavero. Pocas piedras y arenas amarillas. Cualquier improvisado podría creer que es el Caribe sin olas. Lo más llamativo es que la corriente se abre dentro del lecho en diversos brazos que conforman pequeñas islitas de arena en medio del cauce. Cada brazo tiene su temperatura. Una más, una menos tibia.

De regreso, cuando paso pasamos por Villa Las Rosas me compro un tronco de árbol con alambres circulares incrustados, de los que cuelgan macetitas de colores donde hay plantados cactus de diversas especies. Sigo comprando cactus. ¿Tendré que interpretar el sentido de ese gesto? Los cactus se vuelcan en el baúl del auto y de regreso en la cabaña tengo que reorganizar las macetas, tierra, plantas y piedritas decorativas. Los dedos se me llenan de mini espinitas imperceptibles, que no puedo sacarme de la piel. Pese a la molestia mis ojos disfrutan de los colores y las diferentes especies de cactus como lengua que acaba de imbuirse en un frasco de melaza. Cuando todas esas plantas terminen de secarse en la mesada de mi casa en Buenos Aires, habrá terminado el verano.


antes