Mi forma de defensa
es irme. No importa por qué, nunca importa qué me exaspera, no quiero indagar en eso sino en cuál es la
parte mía que se engancha en el drama que “acaso suele plantear”
alguien ajeno a mí. La pregunta que me hago es por qué no me resbala lo otro, por qué, finalmente, me involucro. Para
evitar la
discusión infructuosa, salgo. Van unas cuantas salidas en
lo que va de esta semana. Elijo caminar en subida, porque me cuesta más. Debe ser, un poco, algún
resabio de la idea de “calvario”,
“caminar el camino de la cruz”. ¿Acaso no es eso tolerar? Llevo el libro y el lápiz. Anoto
ideas, pienso en las maneras apropiadas o convenientes, en mis límites y en mis miedos. Es la primera vez en estos días que
me siento completamente sola, responsable de mover una
maquinaria que se fue engrosando sin que me diera cuenta. ¿Hasta
dónde soy la responsable y por qué? De pronto el pensamiento deja de auto
flagelarme y me quedo suspendida observando la imagen que tengo delante
de los ojos, otra vez la misma imagen. Me siento en una piedra, en medio del cerro, y me quedo observando la belleza de
una topadora oxidada. Cuando vuelvo a la computadora escribo
lo siguiente.
Topadoras oxidadas, olvidadas en la ladera del cerro, amarillas,
abandonadas. Topadoras dejadas ahí. Vidrios rotos y pozos aledaños convertidos
en charcos. Montañas de tierra a sus costados, escoltándolas, como ladrones
clavados en la cruz. Pastos crecidos encima de las topadoras crucificadas.
Tiradas. Promesas de casas que no fueron. Vacaciones truncas, cabañas
olvidadas. Cimientos que quedaron enterrados, yuyos sepultantes, cardos y matas
rastreras ahogando topadoras, topos que se toparán con topadoras enterradas,
podridas, agujereadas. Restos fósiles de robots constructores del Siglo XX,
poesía escrita en la realidad, fuera del texto y de la cabeza de quien lo
escribe. Imagen que no necesita ser narrada. Excavaciones que no se harán.
Decadencia de lo que nunca termina de ser.