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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

12.2.14

Tres

Por la mañana recuerdo un momento que podría escribir pero lo dejo correr; mi tamiz de la palabra lo pasa por alto, veo irse al momento por el desagüe de los hechos que  mi conciencia jamás podría retener.
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Agrego “Castagnet” y “Levrero” al diccionario de Word para evitar que esas palabras vuelvan a ser señaladas como “palabras erróneas” cuando escribo. Termino de hacerlo y releo lo que llevo escrito hasta ahora. La palabra “internet” sigue auto-modificándose sin mi consentimiento. Insisto en escribir esa palabra con minúscula. Sustantivo. Internet. Sos una cosa, inernet.
Mis vacaciones familiares incluían a mi suegro y acaban de convertirse sin previo aviso, seña, consulta, pregunta alguna, en doce días de vacaciones que en breve  incluirán a sus dos hermanas, cuñados y sobrinos. #hola.
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Puedo ser más fuerte que mis emociones. Camino hasta el cerro debajo de la lluvia y pienso en mis enojos como la transferencias del odio que siento por mis propios límites. Lo twitteo. Me mojo con la garúa que se convierte en llovizna y cuando estoy entrando en el último tramo ya es una lluvia copiosa. Avanzo hacia la cima de todos modos. Más adelante me siento en una piedra y reparo en la imagen de una topadora oxidada que se dibuja a pocos metros. Me gusta sentir la lluvia en el cuerpo que se enfría. A mi derecha un caño de agua roto, un basural y una pila de escombros. Puedo estar en el paraíso y también en el infierno. En la libertad de mi mente o en la cárcel del matrimonio. Todo depende el encuadre que me disponga a recortar la realidad y sus respectivas circunstancias.


Dos

Carpinterías es una aldea de montaña que hace unos diez años contaba con sólo quinientos sesenta habitantes y hoy casi llega a los mil ochocientos. La cabaña que alquilé es parte de una reserva natural emplazada en la montaña, rodeada de bosques autóctonos, y a la que accedí por la cuesta de Los Mandarinos, para mi suerte asfaltada.
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Hasta ahora no puedo dormir sin despertarme a mitad de la noche. El insomnio de las tres de la mañana, que arrastro de Buenos Aires, sigue perfectamente incólume. Escucho el ruido que produce el fluir del viento sobre marcos y ventanas, puertas, techos y cortinas. Los árboles se quiebran con el viento en un diálogo permanente con los búhos. Lo vemos a la mañana. Los bichos del monte aparecen estampados contra los vidrios de la cabaña. Las ventanas se parecen a la parrilla del auto después de una jornada de ruta. Extraño tener internet. Odio corregir al Word que automáticamente cambia mi tipeo y escribe la palabra con mayúscula. ¡Si me viera Castagnet!
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Soñé que el viento fuerte arrastraba el auto de alquiler hasta la cabaña y lo arruinaba por completo. Las dos primeras noches que dormí en el cerro me levanté a mirar que todo estuviera en orden. Bajé en ojotas y caminé en camiseta y bombacha por el interior de la cabaña hasta el escampado. Después de mojarme con la lluvia tuve frío y el peso de la frazada que agregué a la cama cuando volví, debe haber sido el causante de que, finalmente, me durmiera.

antes