Alejo
había pensando en eso durante semanas. Desde que se levantaba, con el pito tenso
entre las piernas hasta la noche cuando su hermano mayor hablaba por teléfono con
la novia.
—Hablan
bajito— me contó— esconden algo— y, zarpado como era, no se quedó con la duda. Empezó
a concentrarse en escuchar. Probó con el vaso apoyado en la pared del baño, y
como no funcionaba pasó varias noches en el cuartito, con una oreja pegada a la
puerta y los pies fríos sobre el piso.
Al final
sabía todo, y de a poco me lo fue contado. Jugaba con eso y se hacía rogar
porque sabía que el relato me dejaba como loco, temblando hasta la noche.
Alejo
era el más fachero del grado. Ojos celestes, pelo rubio peinado raya al medio y
un aire lejano a Patrick Swayze. Todas las chicas gustaban de él. No conocía ni
la sombra de mi timidez y las cosas parecían salirle siempre perfectas.
—Tenés
levante— le decíamos nosotros, y casi todos queríamos estar en su grupo.
Éramos
mayoría varones, rodeados de solamente siete chicas. Digo siete, porque la
octava era su prima, que para novia de él no contaba. Ella era la única del
grado que no hablaba nunca con los varones. Era bajita, simpática, y sabía
aprovechar la popularidad de Alejo, que de puro canchero se hacía llamar Maximiliano.
Yo
estaba resignado. Sabía que él iba a ganarme siempre, a todo. Me llamo igual y
mido lo mismo, pero tengo pelo marrón, piel marrón, y ojos marrones. Además si
quisiera cambiarme el nombre o hablar con una chica de séptimo, nadie me haría
la pata.
El día
del estudiante fuimos a la quinta de los padres de Alejo. Todos. Varones y mujeres.
Dijimos mucho la palabra “alucinante” y escuchamos todo el viaje de ida “Virus
locura”.
Durante
la mañana jugamos al fútbol y terminamos tirándonos de bomba en la pileta. Después
nos divertimos empujando a las chicas, que no se metían por no sacarse la ropa.
No hacía mucho calor, era septiembre, pero la humedad lo hacía parecer un día
de verano. Las chicas salieron del agua al toque, y colgaron lar remeras y los
shorts en un asientos de plaza que había al borde de la pileta. Se la pasaron
hablando con una prima de Alejo, que iba y venía de el casa, con vasos de jugo
y bandejas con galletitas. No entiendo mucho qué divierte a las mujeres, pero
parecía que la estaban pasando joya, como nosotros, que podíamos verlas en
malla desde el agua fría de la pileta, sintiendo que no existía nada mejor en
el mundo que ese pequeño espectáculo.
Le
pregunté a Alejo por qué iba a la escuela con su prima y me contó que había
muerto su mamá. No supe qué contestar, y me quedé callado. Él cambió de tema en
seguida. Ahora veía a María más hermosa, indefensa en su malla azul, entera, cruzada
atrás.
A la
tarde, después de los choripanes que hicieron los padres de Alejo nos tiramos
todos debajo de los rayos ultravioleta. Pusimos unas lonas en el pasto y nos
untamos en Rayito de sol. Las chicas, además, se agregaron una capa de Coca
Cola. Decían que así se tostaban más rápido.
Cuando
encontró el momento Alejo me contó que había besado a Fernanda, la hija de la
portera y después me pidió que no se lo diga a nadie. No le había ido mal, pero
tampoco había podido meterle la mano por el escote de la remera. Lo intentó dos
veces, me dijo, pero ella se corrió. También me explicó lo de los besos de
lengua, que confieso me pareció bastante desagradable. Alejo siempre sabía más
que yo, sobre todo en esos temas, porque en las pruebas sacábamos nota pareja.
Cuando
cayó el sol los padres fueron al pueblo a comprar algo para la cena. Nosotros jugamos
a las cartas. Hicimos varios equipos y nos fuimos eliminando mutuamente. Los
finalistas eran cuatro de nuestros compañeros Damián, Juan Manuel, Martín
Torretta y Leibuscheff, así le decíamos el otro Martín, por el apellido. Alejo
y yo estábamos descalificados desde la primera ronda. Él grito real envido con
veintinueve y nos ganaron los otros de mano. Vi ir a Alejo hacia la casa. Todos
estaban afuera, las chicas alentaban a una dupla que llevaba más ventaja en el
último bueno, se reían, comían facturas. Alguien pidió Coca y yo vi la botella
vacía.
—Traigo—
dije, y fui para la casa, atrás de Alejo. María no estaba entre las chicas,
hacía un rato que la había perdido de vista. Caminé apurado, no quise correr,
pero igual Alejo me sacó distancia. Cuando entré a la cocina ya no estaba. Creí
con seguridad que iba a encontrarlo en el comedor, frente a la tele. Pero
tampoco. Entonces escuché un ruido que venía de más adentro. Caminé. No pensaba
lo que estaba haciendo. Caminé despacio para no hacer ruido y me paré frente la
puerta del baño, simulando entrar, pero buscando otra cosa, con los ojos
enfocando hacia la pieza. Alejo estaba ahí, lo supe por el naranja fluorescente
de su short de pileta. Abandoné el simulacro de ir al baño y me acerqué a la
hendija de la puerta, porque él estaba de espaldas a mí.
La
prima, María, un poco más adelante, se ponía una remera sobre la malla, también
de espaldas a la puerta. Él se adelantó. La remera blanca terminó de deslizarse
por la cintura de mi compañera. Estaba oscuro en pleno día, sólo entraban unos
rayos de sol del atardecer por la persiana casi toda baja. Alejo llevó las
manos hacia adelante, muy despacio, y le dijo algo al oído. No supe qué, sólo
escuché un murmullo. Luego se adelantó un paso más y apoyó las manos sobre la
cola redonda de la prima, que giró agitada y se puso de frente a mí, que seguía
detrás de la hendija de la puerta, pero ahora desencajado. Quise decir algo
pero estaba mudo. Ella estaba igual. Extendió los brazos y le dio un empujón. Respiraba
agitada y se largó a llorar. La puerta se abrió y ella salió temblando. Miraba al piso y se tapaba la
cara con las manos.
Cuando
me vio me empujó también a mí y se metió en el baño, cerrando la puerta. La escuché
desahogarse, lavarse la cara y esperar. Quería quedarme a consolarla, pero me di
cuenta que tenía que irme. Salí al pasto de nuevo, donde estaban los otros. Tenía
los ojos acostumbrados a la oscuridad. Cuando el sol me pegó en la cara no vi
nada. Después tampoco, Alejo era mi amigo. Yo no vi nada.