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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

31.12.11

Eso en la cabeza

Alejo había pensando en eso durante semanas. Desde que se levantaba, con el pito tenso entre las piernas hasta la noche cuando su hermano mayor hablaba por teléfono con la novia.

—Hablan bajito— me contó— esconden algo— y, zarpado como era, no se quedó con la duda. Empezó a concentrarse en escuchar. Probó con el vaso apoyado en la pared del baño, y como no funcionaba pasó varias noches en el cuartito, con una oreja pegada a la puerta y los pies fríos sobre el piso.  

Al final sabía todo, y de a poco me lo fue contado. Jugaba con eso y se hacía rogar porque sabía que el relato me dejaba como loco, temblando hasta la noche.
Alejo era el más fachero del grado. Ojos celestes, pelo rubio peinado raya al medio y un aire lejano a Patrick Swayze. Todas las chicas gustaban de él. No conocía ni la sombra de mi timidez y las cosas parecían salirle siempre perfectas.
—Tenés levante— le decíamos nosotros, y casi todos queríamos estar en su grupo.
Éramos mayoría varones, rodeados de solamente siete chicas. Digo siete, porque la octava era su prima, que para novia de él no contaba. Ella era la única del grado que no hablaba nunca con los varones. Era bajita, simpática, y sabía aprovechar la popularidad de Alejo, que de puro canchero se hacía llamar Maximiliano.
Yo estaba resignado. Sabía que él iba a ganarme siempre, a todo. Me llamo igual y mido lo mismo, pero tengo pelo marrón, piel marrón, y ojos marrones. Además si quisiera cambiarme el nombre o hablar con una chica de séptimo, nadie me haría la pata.
El día del estudiante fuimos a la quinta de los padres de Alejo. Todos. Varones y mujeres. Dijimos mucho la palabra “alucinante” y escuchamos todo el viaje de ida “Virus locura”.
Durante la mañana jugamos al fútbol y terminamos tirándonos de bomba en la pileta. Después nos divertimos empujando a las chicas, que no se metían por no sacarse la ropa. No hacía mucho calor, era septiembre, pero la humedad lo hacía parecer un día de verano. Las chicas salieron del agua al toque, y colgaron lar remeras y los shorts en un asientos de plaza que había al borde de la pileta. Se la pasaron hablando con una prima de Alejo, que iba y venía de el casa, con vasos de jugo y bandejas con galletitas. No entiendo mucho qué divierte a las mujeres, pero parecía que la estaban pasando joya, como nosotros, que podíamos verlas en malla desde el agua fría de la pileta, sintiendo que no existía nada mejor en el mundo que ese pequeño espectáculo.
Le pregunté a Alejo por qué iba a la escuela con su prima y me contó que había muerto su mamá. No supe qué contestar, y me quedé callado. Él cambió de tema en seguida. Ahora veía a María más hermosa, indefensa en su malla azul, entera, cruzada atrás.
A la tarde, después de los choripanes que hicieron los padres de Alejo nos tiramos todos debajo de los rayos ultravioleta. Pusimos unas lonas en el pasto y nos untamos en Rayito de sol. Las chicas, además, se agregaron una capa de Coca Cola. Decían que así se tostaban más rápido.
Cuando encontró el momento Alejo me contó que había besado a Fernanda, la hija de la portera y después me pidió que no se lo diga a nadie. No le había ido mal, pero tampoco había podido meterle la mano por el escote de la remera. Lo intentó dos veces, me dijo, pero ella se corrió. También me explicó lo de los besos de lengua, que confieso me pareció bastante desagradable. Alejo siempre sabía más que yo, sobre todo en esos temas, porque en las pruebas sacábamos nota pareja.
Cuando cayó el sol los padres fueron al pueblo a comprar algo para la cena. Nosotros jugamos a las cartas. Hicimos varios equipos y nos fuimos eliminando mutuamente. Los finalistas eran cuatro de nuestros compañeros Damián, Juan Manuel, Martín Torretta y Leibuscheff, así le decíamos el otro Martín, por el apellido. Alejo y yo estábamos descalificados desde la primera ronda. Él grito real envido con veintinueve y nos ganaron los otros de mano. Vi ir a Alejo hacia la casa. Todos estaban afuera, las chicas alentaban a una dupla que llevaba más ventaja en el último bueno, se reían, comían facturas. Alguien pidió Coca y yo vi la botella vacía.
—Traigo— dije, y fui para la casa, atrás de Alejo. María no estaba entre las chicas, hacía un rato que la había perdido de vista. Caminé apurado, no quise correr, pero igual Alejo me sacó distancia. Cuando entré a la cocina ya no estaba. Creí con seguridad que iba a encontrarlo en el comedor, frente a la tele. Pero tampoco. Entonces escuché un ruido que venía de más adentro. Caminé. No pensaba lo que estaba haciendo. Caminé despacio para no hacer ruido y me paré frente la puerta del baño, simulando entrar, pero buscando otra cosa, con los ojos enfocando hacia la pieza. Alejo estaba ahí, lo supe por el naranja fluorescente de su short de pileta. Abandoné el simulacro de ir al baño y me acerqué a la hendija de la puerta, porque él estaba de espaldas a mí.
La prima, María, un poco más adelante, se ponía una remera sobre la malla, también de espaldas a la puerta. Él se adelantó. La remera blanca terminó de deslizarse por la cintura de mi compañera. Estaba oscuro en pleno día, sólo entraban unos rayos de sol del atardecer por la persiana casi toda baja. Alejo llevó las manos hacia adelante, muy despacio, y le dijo algo al oído. No supe qué, sólo escuché un murmullo. Luego se adelantó un paso más y apoyó las manos sobre la cola redonda de la prima, que giró agitada y se puso de frente a mí, que seguía detrás de la hendija de la puerta, pero ahora desencajado. Quise decir algo pero estaba mudo. Ella estaba igual. Extendió los brazos y le dio un empujón. Respiraba agitada y se largó a llorar. La puerta se abrió y ella salió  temblando. Miraba al piso y se tapaba la cara con las manos.
Cuando me vio me empujó también a mí y se metió en el baño, cerrando la puerta. La escuché desahogarse, lavarse la cara y esperar. Quería quedarme a consolarla, pero me di cuenta que tenía que irme. Salí al pasto de nuevo, donde estaban los otros. Tenía los ojos acostumbrados a la oscuridad. Cuando el sol me pegó en la cara no vi nada. Después tampoco, Alejo era mi amigo. Yo no vi nada.

antes