Nadie escribe un diario íntimo. Ni yo, ahora que empiezo. Yo menos que.
Un diario supone la soledad más aguda, la del náufrago resignado, la del que ya no espera nada. Es un registro minucioso de hechos, me pregunto después, cuando decido escribirlo pese a todo. No. Un monolito de letras compactadas desesperándose por gritar aquí estuve yo, por aquí pasé. Un estado de ánimo que se organiza en torno a un fluido. Una secreción, dice Incardona. La respuesta me tranquiliza. Y pese a todo, y con la duda a cuestas, de nuevo los ojos en la pantalla y el pensamiento buceando qué decir.
Un diario es una poronga. Avanzo resistiéndome. A quién mierda le importa leer las estupideces que otro puede escribir en un diario. A uno con ganas de eso, por ahí, o al propio ego desconsolado a veces, capaz de perdonar las desacertadas argucias del yo. Tal vez tenga razón Juan Diego y se trate del yo hablándole al super yo, o del ello hablándole a los otros dos.
Entonces conecta la neuronas lúcida y digo nadie escribe un diario íntimo. Sí un diario de intimidades que se quieren hacer públicas, eso sí, pero no un diario íntimo. Porque cuando escribimos una parte que nos gobierna está pensando en quién va a leer. Escribimos para álguienes, con permiso de la palabra.
Ahí nomás las otras dos neuronas que suelen darme una mano, me hacen recordar a Maurice Blanchot. “La obra sólo es obra en la intimidad de alguien que la escribe y alguien que la lee”. Entonces caigo en que no se me acaba de ocurrir absolutamente nada, y de que probablemente nunca se me va a ocurrir algo nuevo. Y me conformo pensando que mi tono personal, que mis particularidades o que mis influencias. Y me acuerdo de otra frase de otro, que por qué no se me habrá ocurrido antes a mí: “Uno no escribe para decir lo que sabe, sino para llegar a saber lo que quiere decir”. Me voy al revistero del baño y leo el nombre, a ver si esta vez me lo grabo. Santiago Kovadloff. Eso está bien, me conformo, y pongo el agua al fuego para hacerme unos fideos.