La primera bici que tuve había sido de mi prima Marielena; así le
decíamos. Marielenatodojunto. Era una bici chiquita, amarilla, y bastante vieja. Resulta que antes de llegar a su
departamento en Lugano ya había sido de otros cuántos chicos. Con esa bici yo perseguía a mi hermana que andaba en patines por el patio de la casa donde crecimos, en Lomas del Mirador. Después ella se escapaba a la
vereda y yo me ponía nerviosa, porque me daba miedo desobedecer. Entonces cambiábamos. Yo le daba la bici y me ponía los patines para que ella me persiguiera. Así era más seguro. A veces las dos escapábamos de "La pibi"; un personaje imaginario con razgos bastante parecidos a los de Nelly Olsons. Nos poníamos de acuerdo y la otra pobre se estrolaba contra la parrilla, o se caía en charcos de barro inventados.
—Acá es la trampa— me decía Cecilia, y enseguida había acuerdo, porque el enemigo estaba afuera.
Cuando los pies me llegaron al piso y las rodillas se me clavaban en el pecho mi papá vino con una llave
inglesa, hizo unos pases mágicos, y nos enseñó a andar sin rueditas.
A eso de los once tuve por fin la una bici nueva. Gomas con olor a goma, completamente negras y sin pinchaduras. Me la trajeron los
reyes a cambio de no contar lo que me había enterado en el colegio sobre algo de los padres y los regalos.
Yo había pedido un bebote que hacía pis y
decía “mamá”, pero ellos nos dejaron una Lia marrón de paseo. Era rodado
veintiséis y había que compartirla entre cuatro.
Por suerte los hermanos más chicos todavía estaban en la etapa del triciclo y recibieron otros regalos.
Me
acuerdo de haber visto los cuatro pares de zapatos vacíos, de levantar los ojos
a la vez -con mis hermanos- y de que estuviera ahí, paradita en el patio, entre
un balde azul lleno de pasto y el limonero reventando de azahares.
Pero esa
bici, que no era sólo mía, dejó de ser de todos en menos de un mes.
La apoyé en la puerta de Miriam Bruno, a la vuelta de mi casa, y cuando salí con la tarea en la mano ya no estaba.
Mis hermanos me odiaron.
La apoyé en la puerta de Miriam Bruno, a la vuelta de mi casa, y cuando salí con la tarea en la mano ya no estaba.
Mis hermanos me odiaron.
A eso de los quince me compré el cuadro de una bici Peugeot. Después, mes a mes, me fui comprando los pedales, el asiento, las llantas y las ruedas. Cada vez que juntaba algo de plata iba a ver al bicicletero de San Martín y Hornos y él me ofrecía las partes qué le irían bien. Cuando tuve casi todo me la
armó. Era verde. Hermosa. Y lo último que me importaba era que tuviera un
canastito para hacer las compras.
En esa bici, que sólo tenía de Peugeot una etiqueta autoadhesiva,
fui de Tablada a Luján, de Tablada a la Reserva ecológica y de Tablada hasta la
calle Caminito. Buenos Aires se me hacía más chica en esa bici. Las casas de mis
amigos empezaban a estar al alcance de las piernas.
A los veintitrés me casé.
La mañana del 2 de enero de 1999 fui a probarme el vestido de
novia. Lo estaba terminando de coser la mamá de una amiga, cerca de Brandsen y
Olleros. Me subí a la bici y agarré Gascón derecho hasta la placita San
Pantaleón. La señora me había pedido que ese día lleve los tacos altos para
medirme el ruedo; así que antes de llegar a su casa pasé por lo de otra amiga,
que me prestaba sus tacos. Salió todo bien. El vestido me gustaba y me quedaba
lindo. Ella me cosió unas pinzas en la parte de atrás, porque los nervios me
estaban haciendo adelgazar y después cortó la tela que sobraba.
Dejó el ruedo paralelo al piso. Sólo faltaba coser el dobladillo. Me despidió y me dijo que me quedara tranquila. Cuando llegué a mi casa y estacioné la bici en el pasillo me di cuenta de que la caja de
zapatos estaba abierta y faltaba uno. No me importaba tener que casarme en
zapatillas, o con las chatitas rojas. El tema era el precio del zapato, y que
no era mío. Desandé las veinte cuadras que me separaban de la modista y entré de nuevo a su casa. El zapato no estaba. Desanimada decidí volver a pie, arrastrando la bici, para mirar de cerca cada metro cuadrado de asfalto y de vereda. Estaba abatida. Iba a
tener que comprar un par de zapatos nuevos, y no tenía plata, ni tiempo. En eso la bici se frenó. Hice fuerza pero no avanzaba. Apreté y solté varias veces los frenos.
Probé de nuevo. Nada. Miré la horquilla de la rueda de atrás y la de adelante.
Nada. Una señora que baldeaba la vereda me preguntó qué me pasaba, si necesitaba un inflador. Cuando la miré no podía creer lo que estaba
viendo. Sobre el pilar de la luz, construido a la italiana en una casita baja,
de cemento a la vista, a la altura de la cara de la señora, estaba el zapato
blanco, muy campante.
La miré y me reí. –No señora, gracias. Sólo necesito ese zapato que
está ahí, le dije, y saqué la tapa de la caja blanca que traía en el canastito, al mejor estilo Cenicienta.
La mujer se rió. Las dos nos reímos. La bici se destrabó, y esa noche me casé
de tacos altos, blancos, como el vestido.
Le dejé a mi mamá esa bici de regalo. Ella sigue usándola, todavía
hoy, para hacer las compras y movilizarse por el barrio.
Yo me vine a vivir a Almagro, y unos años después me compré una bici con cambios.
Una Vairo plateada mountain bike con frenos Shimano. Tenía ruedas anchas y
pesadas. La guardaba en la baulera del departamento donde vivía, cerca del Parque Centenario. Al tiempo empecé a salir
con un grupo de fanáticos del ciclo turismo. Arrancábamos en Parque Centenario
los sábados a la mañana, y nunca se sabía donde terminábamos. Fui por todo
Buenos Aires con esa bici y hasta me compré un casco azul. Le puse luces,
bocina, balizas. Nos subíamos al furgón del tren y bajábamos en zona norte.
Agarrábamos la ruta tres, la Nueve de Julio, Avenida Libertador. Me hice tan
fanática como el resto. Tengo una foto a la orilla del Riachuelo con una banda
completamente heterogénea de delirantes del pedal. Ellos con anteojos espejados
especiales, guantes de ciclistas, zapatillas y mochilas para ciclistas, calzas y
remeras ajustadas. Éramos como diez y andar en bici dejó de ser una actividad
solitaria. Pero esa bici también fue. Me la robaron en mi propia casa.
Un sábado a la mañana fui a la baulera y sólo encontré la cadena en el piso y los escobillones del portero.
Un sábado a la mañana fui a la baulera y sólo encontré la cadena en el piso y los escobillones del portero.
Nunca más me compré una bici. La que tengo ahora me la regaló
Alejandra. En verdad se la cambié por un par de libros de arte que no llegaron
a pagar ni el valor del aire que traía la bici adentro de las ruedas. La fui a
buscar a su departamento en Barracas un sábado a la mañana. Era un día increíble. Uno de esos días peronistas, peronistas. Como dice mi viejo, “todo lo que va, vuelve”. Y a mí me
estaba volviendo una bici coqueta, inglesa, de paseo, como la primera bici que
tuve en el patio de mi casa, la que me trajeron los reyes y alguien se llevó.
Pero ésta bici era amarilla. Pequeño detalle. Un amarillo clarito, desteñido. Entonces, para que
nadie tenga dudas, le vacié un tubo entero de aerosol plateado encima. Ahora,
aunque no brilla, se parece un poco a la Vairo y otro poco a mí. Obvio, no
tiene cambios, ni ruedas anchas, ni frenos Shimano, pero es la bici más mía que
podría tener. Porque es ágil, antigua y, sobre todo, porque me la regaló una
compañera.