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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

13.2.14

Cuatro

Me despiertan las zapatillas de mi suegro arrastrándose por el piso de la cabaña. Sé que lo hace para que bajemos, porque no soporta esperar a que le sirva el desayuno. En lugar de correr sin sentido, como todos estos días, me siento en la cama y enciendo la computadora. Escribo lo que soñé. Mario Levrero habla con Mariano Canal, el escritor de Revista Paco, desde una silla arrinconada en el ángulo que forman dos paredes desconocidas. Yo, en la misma pieza, doblo ropa que aparece dispersa y desordenada encima de todos los muebles. Acabo de llegar de una reunión con Hernán Curubeto, ex compañero de una Agencia de Publicidad en la que trabajé, que ahora vive en Brasil. En el sueño Curubeto se tomaba un café conmigo y aprovechaba la oportunidad para invitarme a ver una obra de teatro “intimista”. Yo sonreía y volvía a mis asuntos; entrar a esa pieza, ponerme a doblar la ropa, guardarla adentro de los muebles. Desde esa sensación de haber asistido a una “rara invitación” yo escuchaba el sermón que Mario Levrero le hacía a Mariano. “Por qué estás así, hay que dejar atrás lo que pasó, acabás de pelearte con tu novia”. Mario formulaba algunas frases con información extra para que yo me enterara, o eso interpretaba yo, en el sueño. De alguna manera estaba claro que Mario quería incluirme en su diálogo con Canal, buscaba meterme en la conversación. Pero yo, de todos modos, me mantenía al margen escuchando en silencio, con atención, doblando unos pantalones y unas remeras, armando pilas de acuerdo a los lugares donde iba cada cosa; para enseguida después guardarlas, moverme por la pieza frente a ellos, esforzarme en la tarea de nunca entrometerme. Mariano dejaba entrever que no estaba seguro de dejar a su ex, que ella había intentado leer sus correos, que él cambió la contraseña de su máquina. Entonces, en el preciso momento en que Mario Levrero le decía a Canal que la única voz que debería escuchar era la de su deseo, entraba a cuadro una chica cuyo rostro me resultaba totalmente nuevo. Levrero, enfervorizado, se ponía de pie y comenzaba a disertar en un plural que nos reunía a los cuatro, de alguna forma tácita que me excitaba. El sueño concluía en la chica acercándose a la boca de Canal, que finalmente la besaba. Yo venía el gesto detrás de la puerta de un placard, muy cerca de Mario Levrero. Mientras miraba el beso y relojeaba la expresión de Levrero, que hacía lo mismo, mi pensamiento divagaba en posibilidades: “ahora me acerco y beso a Mario, eso dicta la voz de mi deseo”. Pero en ese ingrato momento me desperté. Digo ingrato porque no sé qué hubiera decidido hacer Levrero conmigo ahí adelante, mientras los otros se mataban a besos de lengua, húmedos, abrazados.  / No sé qué dictaba  / la voz  / de su deseo.
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Llueve otra vez.  Miro la lluvia desde la ventana. Las gotas caen perpendiculares. ¿Se puede caer perpendicular? Miro el piso mojado. Evidentemente se puede. El viento acuesta las gotas, pienso. La lluvia cae perpendicular, de todas formas. Viene a mi mente una vez más aquella frase de mi madre. “Dios escribe derecho con letras torcidas”.
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Dormir sin soñar se parece a estar muerto. Irrupciones. Mario Levrero.

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