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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot
15.1.15
Un salmo de amor
Buscaba una canción de amor y llegué al salmo 62 de la Liturgia de las Horas. Lou Reed se me hizo versos religiosos. Pensé que mi cabeza es muy parecida a la web. Si buceo un rato puedo llegar a un pensamiento que linkea con otro y me conduce a una idea. Que las ideas están siempre al final, enredadas entre palabras banales o frases que no pude decir. Pensé que un buscador como google sería muy útil a mis pensamientos. Un buscador que además lea mi estado de ánimo y me sugiera la canción que me lleve al equilibrio, o lo que es lo mismo, a mi centro activo. Una canción de amor cuando la vida diaria me consume, una canción alegre para los perfects days que -sin aditamentos- ponen mi vida a vibrar en la nota justa, amplia y explosiva; la nota que vuelve mis ojos a la pantalla y me permite soportar el documento en blanco, moviendo los dedos en un acto amoroso de entrega a la escritura.
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo”, empieza el salmo 62.
Ahí estoy yo, escrita por alguna otra mano, seguro masculina, tal vez una mujer disimulando su condición. Yo escrita por otra mano en mi ejercicio obsesivo de la disciplina. Yo empezando el día con ímpetu y deseos de escribir. Yo madrugando en el salmo, retratada tal cual soy. Tomo esas palabras, entonces, y las ensucio de mis líquidos no emanados. Embadurno el salmo de mi amor por Viel, por Fogwill, por Levrero. De mi amor por todos mis fantasmas e idealizaciones salobres.
Oh Lenguaje, tu eres mi Lenguaje, por ti madrugo, escribo intentando reeditar el salmo.
Tal vez solo se trate de una canción de amor. Tal vez la salmista amaba a un sacerdote, a un clérigo, a un monje, a un hombre conocedor de las letras divinas que la llevó a poner “Dios”, donde querría haber puesto un nombre y apellido concretos. Cambio entonces dos palabras del texto y me leo íntegramente representada en esa poesía religiosa de amor sin rima.
Oh Lenguaje, tu eres mi Lenguaje, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Vuelvo a detenerme. Tal vez, además de “Dios”, debiera reemplazar el término “santuario”. Tal vez debiera reescribir cada verso en el sentido del deseo de la salmista que, seguro, al leer mis intervenciones se sonrojaría. Sus líquidos y fluidos fluirían -como suelen fluir los míos- en el ritmo de los versos. Sus gestos denunciarían algún pliegue de la “verdad”. No temo y avanzo en mi delirio. Desenmascaro a la salmista y la saco del santuario. Imagino una recámara en un castillo de muros amplios y ventanas pequeñas, orificios eróticos en la paredes, un puente levadizo al frente, árboles alrededor del cañado que lo surca. Introduzco a la salmista y al clérigo en ese espacio. Los pongo a leer el antiguo testamento sentados sobre una cama. La salmista mira los labios del clérigo recitando el salmo en mi versión desvelada. El clérigo respira con dificultad:
Oh Lenguaje, tu eres mi Lenguaje, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en la recámara
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
¿Alaban con palabras los labios de la salmista? ¿Alaban con versos? ¿Lamen los labios de la salmista? ¿Felan? ¿Besan? ¿Recitan ardorosos? ¿Cantan canciones de amor que escribió Nick Cave muchos años después? ¿Qué dicen esas alabanzas?
Se deshace de amor la salmista por su Dios.
Se entrega la salmista a una vida condenada a la mentira. Se mira al espejo y no se reconoce. Se disfraza de monje todas las mañanas, se ata un almohadón en el abdomen, se tapa los ojos con el pelo, se vuelve torpe, masculina, descuidada. Eructa en la mesa después de cenar. Lee los libros que de otro modo le estarían prohibidos. ¿Qué nombre quiso escribir esa mujer escondida en las túnicas de un monje? ¿Qué nombre y qué apellido?
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.
Imagino a la salmista semidesnuda, sobre el lecho, la puerta trabada con una silla de madera, la diestra del clérigo sosteniendo la nuca de ella. Los papeles en el piso, el tintero volcado, los labios de la salmista besando el cuello áspero del clérigo, la almohada tirada en el una esquina, la túnica dejando aparecer una serie de vendas que esconden las tetas excitadas, jubilosas, veladas en la meditación. El clérigo arrancando las vendas con los dientes. El golpe de un puño sobre la puerta. Pasos en el pasillo y la masturbación clitoriana que le hace el clérigo a la salmista con sus dedos desatados. Puedo ver como burlan las instituciones los que se aman. Puedo ver a Dios en ese cuadro. Las brutas pinceladas expresionistas. La cercanía de las palabras “clítoris” y “clérigos”. La perfección de esa métrica. El parentesco entre meditación y masturbación. La perfecta combinación entre el olor de los jugos de la mujer y el olor de la lavandina.
El salmo 62 se lee en la liturgia de las horas hasta este párrafo. Allí cierran el libro los fieles; laicos y sacerdotes. Pero el final ha sido decapitado. Quienes a diario rezan La liturgia de las horas se pierden esta amenaza de la salmista que, frente al temor de perder a su amante, escribe así:
Pero los que buscan mi perdición
bajarán a lo profundo de la tierra;
serán entregados a la espada,
y echados como pasto a las raposas.
Y el rey se alegrará con Dios,
se felicitarán los que juran por su nombre,
cuando tapen la boca a los traidores.
Traidores -pienso- son aquellos monjes y otros clérigos del castillo que asoman a la empalizada y hacen correr las voces que perjudican a la salmista bajo de su disfraz. Aquellos que anteponiendo las reglas de conducta al amor, expulsarán a la salmista del castillo, terminarán con su estadía oculta en ese mundo de libros y hombres. Esos, los que hablen, bajarán a lo profundo de la tierra, serán entregados a la espada que ella misma aprendió a manipular. Y el rey del castillo y Dios, que es el mismo, que es el Lenguaje y que es Lacan, se alegrarán de aquellas muertes.
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo”, empieza el salmo 62.
Ahí estoy yo, escrita por alguna otra mano, seguro masculina, tal vez una mujer disimulando su condición. Yo escrita por otra mano en mi ejercicio obsesivo de la disciplina. Yo empezando el día con ímpetu y deseos de escribir. Yo madrugando en el salmo, retratada tal cual soy. Tomo esas palabras, entonces, y las ensucio de mis líquidos no emanados. Embadurno el salmo de mi amor por Viel, por Fogwill, por Levrero. De mi amor por todos mis fantasmas e idealizaciones salobres.
Oh Lenguaje, tu eres mi Lenguaje, por ti madrugo, escribo intentando reeditar el salmo.
Tal vez solo se trate de una canción de amor. Tal vez la salmista amaba a un sacerdote, a un clérigo, a un monje, a un hombre conocedor de las letras divinas que la llevó a poner “Dios”, donde querría haber puesto un nombre y apellido concretos. Cambio entonces dos palabras del texto y me leo íntegramente representada en esa poesía religiosa de amor sin rima.
Oh Lenguaje, tu eres mi Lenguaje, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Vuelvo a detenerme. Tal vez, además de “Dios”, debiera reemplazar el término “santuario”. Tal vez debiera reescribir cada verso en el sentido del deseo de la salmista que, seguro, al leer mis intervenciones se sonrojaría. Sus líquidos y fluidos fluirían -como suelen fluir los míos- en el ritmo de los versos. Sus gestos denunciarían algún pliegue de la “verdad”. No temo y avanzo en mi delirio. Desenmascaro a la salmista y la saco del santuario. Imagino una recámara en un castillo de muros amplios y ventanas pequeñas, orificios eróticos en la paredes, un puente levadizo al frente, árboles alrededor del cañado que lo surca. Introduzco a la salmista y al clérigo en ese espacio. Los pongo a leer el antiguo testamento sentados sobre una cama. La salmista mira los labios del clérigo recitando el salmo en mi versión desvelada. El clérigo respira con dificultad:
Oh Lenguaje, tu eres mi Lenguaje, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en la recámara
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
¿Alaban con palabras los labios de la salmista? ¿Alaban con versos? ¿Lamen los labios de la salmista? ¿Felan? ¿Besan? ¿Recitan ardorosos? ¿Cantan canciones de amor que escribió Nick Cave muchos años después? ¿Qué dicen esas alabanzas?
Se deshace de amor la salmista por su Dios.
Se entrega la salmista a una vida condenada a la mentira. Se mira al espejo y no se reconoce. Se disfraza de monje todas las mañanas, se ata un almohadón en el abdomen, se tapa los ojos con el pelo, se vuelve torpe, masculina, descuidada. Eructa en la mesa después de cenar. Lee los libros que de otro modo le estarían prohibidos. ¿Qué nombre quiso escribir esa mujer escondida en las túnicas de un monje? ¿Qué nombre y qué apellido?
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.
Imagino a la salmista semidesnuda, sobre el lecho, la puerta trabada con una silla de madera, la diestra del clérigo sosteniendo la nuca de ella. Los papeles en el piso, el tintero volcado, los labios de la salmista besando el cuello áspero del clérigo, la almohada tirada en el una esquina, la túnica dejando aparecer una serie de vendas que esconden las tetas excitadas, jubilosas, veladas en la meditación. El clérigo arrancando las vendas con los dientes. El golpe de un puño sobre la puerta. Pasos en el pasillo y la masturbación clitoriana que le hace el clérigo a la salmista con sus dedos desatados. Puedo ver como burlan las instituciones los que se aman. Puedo ver a Dios en ese cuadro. Las brutas pinceladas expresionistas. La cercanía de las palabras “clítoris” y “clérigos”. La perfección de esa métrica. El parentesco entre meditación y masturbación. La perfecta combinación entre el olor de los jugos de la mujer y el olor de la lavandina.
El salmo 62 se lee en la liturgia de las horas hasta este párrafo. Allí cierran el libro los fieles; laicos y sacerdotes. Pero el final ha sido decapitado. Quienes a diario rezan La liturgia de las horas se pierden esta amenaza de la salmista que, frente al temor de perder a su amante, escribe así:
Pero los que buscan mi perdición
bajarán a lo profundo de la tierra;
serán entregados a la espada,
y echados como pasto a las raposas.
Y el rey se alegrará con Dios,
se felicitarán los que juran por su nombre,
cuando tapen la boca a los traidores.
Traidores -pienso- son aquellos monjes y otros clérigos del castillo que asoman a la empalizada y hacen correr las voces que perjudican a la salmista bajo de su disfraz. Aquellos que anteponiendo las reglas de conducta al amor, expulsarán a la salmista del castillo, terminarán con su estadía oculta en ese mundo de libros y hombres. Esos, los que hablen, bajarán a lo profundo de la tierra, serán entregados a la espada que ella misma aprendió a manipular. Y el rey del castillo y Dios, que es el mismo, que es el Lenguaje y que es Lacan, se alegrarán de aquellas muertes.
4.1.15
Mujeres que sueñan con hombres que montan caballos
Soñé con Coetzee. Estaba en unos pasillos como los del subte y aparecía él, montando a caballo sin nada en las manos, sin su camisa y su corbata excéntricas. Coetzee en cuero, preocupado por dejar atado su animal a una baranda, para que no se le escape. Coetzee concentrado, metido en lo suyo, serio, esbelto, canoso. Coetzee dejando ver su prosa cuidada en cada uno de sus movimientos.
En el sueño yo estaba acompañada, aunque no puedo ver por quiénes. El sueño se me hace esquivo cuando intento escribirlo. Sí puedo ver que estaba ordenando una serie de cajitas o frascos pequeños, como de cremas, que antes había pintado de color amarillo para que formen un conjunto. Con mis manos trabajaba enroscando el cable de un auricular que intentaba meter en uno de esos micro-frascos, de tapa dorada, donde era obvio que toda esa cantidad de cable no iba a entrar.
Coetzee me miraba y yo le decía "hola", levantando la mano. De pronto lo veía acercarse. Él me preguntaba qué estaba queriendo hacer y yo le explicaba que no podía meter el cable en el frasquito. Entonces me lo pedía y en una serie de movimientos meticulosos hacía unos círculos muy pequeños y lograba meter el cable en el recipiente. Volvía a mirarme y yo entendía -sin que dijera una palabra- que me estaba pidiendo la tapa. Se la alcanzaba y pensaba que no debía entrometerme, que si esperaba a que él cerrara la rosca todo iba a salir bien. Pero la tapa zafaba y el cable se salía como en un torbellino y Coetzee se reía fuerte y me decía que era casi imposible, pero no imposible, porque nada es imposible en esta vida, y volvía a intentarlo. Sin alterarse Coetzee volvía a enrollar el cable en círculos pequeños, como quien reescribe un párrafo para decir lo mismo en una nueva y mejor economía del lenguaje. Lo miré trabajar en silencio. Pensé si de verdad era parecido a Hemingway, como se me había ocurrido alguna vez, o si el parecido era apenas un deseo que yo forzaba en el intento por superponer las virtudes literarias de cada uno.
Una ráfaga de viento cerró una puerta. Algo más pasaba a mis espaldas, pero el recuerdo del sueño borra esos instantes. Posiblemente aparezcan personajes de mi trabajo o de mi familia. No lo sé. Sí recuerdo con nitidez mis pensamientos de ese fragmento esquivo de tiempo que compartí con Coetzee en los pasillos de un subte. Quería hablar de los libros Infancia y Desgracia, pero temía que la conversación derive en otros de sus libros que no había leído y entonces permanecí en silencio.
Sentí la cercanía de mis propios límites y escuché el tic tac del timmer de la cocina de mi casa indicando la velocidad en que se consumía el tiempo que iba a durar ese encuentro. Quería decir algo inteligente, sacar un tema que mantuviera a Coetzee un rato más entre mis frascos y cajitas hablando de lo que él quisiera; sin embargo me quedé en silencio mirándolo. Su lentitud en avanzar contrastaba con mi ansiedad por detener el tiempo, agregarle segundos a los minutos y minutos a la hora. Intenté formular una pregunta en mi cabeza. ¿A qué hora escribís? ¿En qué circunstancias escribís? ¿Con qué excusa escribís? ¿Por qué escribís? ¿Para quién escribís? Pero todo era basura inservible para mantener a Coetzee cerca. Quise bajarlo del caballo. Le disparé a la sien. Lo imaginé desnudo, desgarbado, transpirado, con un par de zoquetes azules sobrepasando la altura de sus tobillos. Ridiculicé a Coetzee en mis imágenes mentales. Lo hice enamorarse de alguna mujer horrible que no lo correspondiera, lo ensucié de barro, lo puse a llorar y a sonarse los mocos. Pero nada de eso escribió la pregunta inteligente en la punta de mi lengua. Cuando todo iba desaparecer porque la alarma del timmer indicaba que el tiempo se había agotado, Coetzee me decía que era un afortunado al encontrarse con una persona que le proponía un desafío que no podía cumplir y que no le hacía alguna de esas preguntas estúpidas. En ese momento se abría la puerta de un vagón del subte, amarillo como mis cajitas, y se veía la cabeza de una mujer asomando por la ventanilla. Coetzee ya no hablaba sino que extendía su mano alcanzándome el frasco cerrado con el auricular perfectamente acomodado adentro. Mientras lo hacía, le decía a su mujer que ya iba; pero no se despedía de mí.
Yo, en mi intento por retomar el sueño, hacía fuerza para volver atrás, al momento en que entendía que ese hombre a caballo era Coetzee o al momento en que se acercaba y lo saludaba y le mostraba mi cable y mi frasquito. Pero estaba en mi cama y sonaba una alarma y el tren se iba tras ese ruido y al lado mío estaba mi esposo. Lo intenté una vez más. Nada es imposible. Si hacía fuerza el sueño podría reanudarse. Sin embargo ya era tarde. Tenía ganas de hacer pis y el estómago me pedía café con leche y algo de comer. No alcanzó con que evitara el momento en que los pensamientos aterrizan en las necesidades fisiológicas.
Coetzee me miraba y yo le decía "hola", levantando la mano. De pronto lo veía acercarse. Él me preguntaba qué estaba queriendo hacer y yo le explicaba que no podía meter el cable en el frasquito. Entonces me lo pedía y en una serie de movimientos meticulosos hacía unos círculos muy pequeños y lograba meter el cable en el recipiente. Volvía a mirarme y yo entendía -sin que dijera una palabra- que me estaba pidiendo la tapa. Se la alcanzaba y pensaba que no debía entrometerme, que si esperaba a que él cerrara la rosca todo iba a salir bien. Pero la tapa zafaba y el cable se salía como en un torbellino y Coetzee se reía fuerte y me decía que era casi imposible, pero no imposible, porque nada es imposible en esta vida, y volvía a intentarlo. Sin alterarse Coetzee volvía a enrollar el cable en círculos pequeños, como quien reescribe un párrafo para decir lo mismo en una nueva y mejor economía del lenguaje. Lo miré trabajar en silencio. Pensé si de verdad era parecido a Hemingway, como se me había ocurrido alguna vez, o si el parecido era apenas un deseo que yo forzaba en el intento por superponer las virtudes literarias de cada uno.
Una ráfaga de viento cerró una puerta. Algo más pasaba a mis espaldas, pero el recuerdo del sueño borra esos instantes. Posiblemente aparezcan personajes de mi trabajo o de mi familia. No lo sé. Sí recuerdo con nitidez mis pensamientos de ese fragmento esquivo de tiempo que compartí con Coetzee en los pasillos de un subte. Quería hablar de los libros Infancia y Desgracia, pero temía que la conversación derive en otros de sus libros que no había leído y entonces permanecí en silencio.
Sentí la cercanía de mis propios límites y escuché el tic tac del timmer de la cocina de mi casa indicando la velocidad en que se consumía el tiempo que iba a durar ese encuentro. Quería decir algo inteligente, sacar un tema que mantuviera a Coetzee un rato más entre mis frascos y cajitas hablando de lo que él quisiera; sin embargo me quedé en silencio mirándolo. Su lentitud en avanzar contrastaba con mi ansiedad por detener el tiempo, agregarle segundos a los minutos y minutos a la hora. Intenté formular una pregunta en mi cabeza. ¿A qué hora escribís? ¿En qué circunstancias escribís? ¿Con qué excusa escribís? ¿Por qué escribís? ¿Para quién escribís? Pero todo era basura inservible para mantener a Coetzee cerca. Quise bajarlo del caballo. Le disparé a la sien. Lo imaginé desnudo, desgarbado, transpirado, con un par de zoquetes azules sobrepasando la altura de sus tobillos. Ridiculicé a Coetzee en mis imágenes mentales. Lo hice enamorarse de alguna mujer horrible que no lo correspondiera, lo ensucié de barro, lo puse a llorar y a sonarse los mocos. Pero nada de eso escribió la pregunta inteligente en la punta de mi lengua. Cuando todo iba desaparecer porque la alarma del timmer indicaba que el tiempo se había agotado, Coetzee me decía que era un afortunado al encontrarse con una persona que le proponía un desafío que no podía cumplir y que no le hacía alguna de esas preguntas estúpidas. En ese momento se abría la puerta de un vagón del subte, amarillo como mis cajitas, y se veía la cabeza de una mujer asomando por la ventanilla. Coetzee ya no hablaba sino que extendía su mano alcanzándome el frasco cerrado con el auricular perfectamente acomodado adentro. Mientras lo hacía, le decía a su mujer que ya iba; pero no se despedía de mí.
Yo, en mi intento por retomar el sueño, hacía fuerza para volver atrás, al momento en que entendía que ese hombre a caballo era Coetzee o al momento en que se acercaba y lo saludaba y le mostraba mi cable y mi frasquito. Pero estaba en mi cama y sonaba una alarma y el tren se iba tras ese ruido y al lado mío estaba mi esposo. Lo intenté una vez más. Nada es imposible. Si hacía fuerza el sueño podría reanudarse. Sin embargo ya era tarde. Tenía ganas de hacer pis y el estómago me pedía café con leche y algo de comer. No alcanzó con que evitara el momento en que los pensamientos aterrizan en las necesidades fisiológicas.
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