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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

27.2.14

Amo que Ruano me diga
que no me corte nada
que evada la palabra "pija"
que se relama en el lenguaje.

Amo decir que me la voy
a cortar como si pudiera
que duden de mí
que se retuerzan
en estúpidos prejuicios.

Amo mi pija imaginaria
mi miembro ausente
mis cojones
mi agujero ovalado y hacia adentro
mi pesebre para tu mesías.
Un día gris es una expresión ingenua para nombrar un día en que todo parece irse a la mierda. Un día así, no sé de qué color, qué etiqueta, qué clasificación, digo, un día así llega su mail a mi correo electrónico. No era un mail desesperado, una duda absurda, un miedo que venía disfrazado, por escrito. Era, por el contrario, una pregunta sencilla, que respondí con la más sincera de mis convicciones. Podría haberme equivocado en la respuesta, ¿quién no?, pero toda mi capacidad, razón, lógica e intuición quisieron responder esa pregunta lo más al centro posible, dar en el blanco, quiero decir, satisfacer al escritor, llenar lo que sea que no había, decir "confía"; "gracias por confiar, por venir, por escribir". No existe alguna cosa más genuina que la reacción de las personas en momentos de crisis. Ahí se ven amores y odios, las actitudes más miserables y las más grandiosas, en general, las actitudes que nunca se vuelven de público conocimiento. Los diálogos silenciosos son la expresión más descarnada que uno pueda experimentar. No necesitar las palabras para entenderse es darle al lenguaje un lugar preponderante; ese lugar que funda al ser y desde el cual el ser puede comunicarse, aún, sin pronunciar palabra. Quien haya pasado por algo similar sabrá entenderme. Amar es un poco así. Es un poco conocer, un poco compartir un código común, mudo, silencioso, saber correrse a tiempo, callar, volver, esperar sin esperar algo concreto. Amar es permitirse seguir de este lado, leer una vibración, oler una necesidad, ansiar y reprenderse al mismo tiempo.

23.2.14

Dormir. Poner la vida en automático y cerrar los ojos.

22.2.14

Veinticuatro


Mi forma de defensa es irme. No importa por qué, nunca importa qué me exaspera, no quiero indagar en eso sino en cuál es la parte mía que se engancha en el drama que “acaso suele plantear” alguien ajeno a mí. La pregunta que me hago es por qué no me resbala lo otro, por qué, finalmente, me involucro. Para evitar la discusión infructuosa, salgo. Van unas cuantas salidas en lo que va de esta semana. Elijo caminar en subida, porque me cuesta más. Debe ser, un poco, algún resabio de la idea de “calvario”, “caminar el camino de la cruz”. ¿Acaso no es eso tolerar? Llevo el libro y el lápiz. Anoto ideas, pienso en las maneras apropiadas o convenientes, en mis límites y en mis miedos. Es la primera vez en estos días que me siento completamente sola, responsable de mover una maquinaria que se fue engrosando sin que me diera cuenta. ¿Hasta dónde soy la responsable y por qué? De pronto el pensamiento deja de auto flagelarme y me quedo suspendida observando la imagen que tengo delante de los ojos, otra vez la misma imagen. Me siento en una piedra, en medio del cerro, y me quedo observando la belleza de una topadora oxidada. Cuando vuelvo a la computadora escribo lo siguiente.


Topadoras oxidadas, olvidadas en la ladera del cerro, amarillas, abandonadas. Topadoras dejadas ahí. Vidrios rotos y pozos aledaños convertidos en charcos. Montañas de tierra a sus costados, escoltándolas, como ladrones clavados en la cruz. Pastos crecidos encima de las topadoras crucificadas. Tiradas. Promesas de casas que no fueron. Vacaciones truncas, cabañas olvidadas. Cimientos que quedaron enterrados, yuyos sepultantes, cardos y matas rastreras ahogando topadoras, topos que se toparán con topadoras enterradas, podridas, agujereadas. Restos fósiles de robots constructores del Siglo XX, poesía escrita en la realidad, fuera del texto y de la cabeza de quien lo escribe. Imagen que no necesita ser narrada. Excavaciones que no se harán. Decadencia de lo que nunca termina de ser.

Veintitrés


Vamos a Villa Cura Brochero a ver el cráneo del “pastor con olor a ovejas”, también llamado “cura gaucho”, beatificado por el papa Francisco el 14 de septiembre de 2013. De paso vimos la campana gigante que el Vaticano donó a Santiago Olivera, obispo de la diócesis, para ser colocada en el santuario Nuestra Señora del Tránsito, en la plaza de la Villa.

Durante el viaje, después de ver los restos del cura, mi hija me pregunta, así como al pasar, qué quiero que haga ella con mis libros, cuando yo me muera. Le digo que haga lo que le parezca, que lo que ella decida va a estar perfecto para mí. Entonces lo piensa un rato y a los pocos metros rompe el silencio para decirme: Ok. Vendo todos los libros y me guardo los tuyos.

El trayecto de Carpitería San Luis a Cura Brochero Córdoba me lleva de paso por una serie de pueblos detenidos en el tiempo. Chacras del sur, La Paz, La Población, Yacanto, San Javier, Las Tapias, Villa Las Rosas, Los Hornillos, Las Rabonas, Nono y Mina Clavero. Cada lugar con su encanto, sus zonas decadentes, sus residuos históricos, sus más o menos mejoras tecnológicas, su aporte provincial y su ganancia turística. Viajar por el país para conocerlo por dentro, pienso. ¿Es posible conocer el país mirándolo de cerca por unos días, o acaso sólo aminoramos la culpa que nos provoca semejante brecha comprando artesanías o consumiendo lo que nos propone cada lugar? La extensión de la Argentina es abrumadora. La disparidad, lapidaria. Cada pueblo tiene un cementerio, una iglesia, una plaza, una carnicería. Chacras del sur, pueblo límite geográfico a pasos de San Luis, ofrece miel pura de abeja a 40$ el kilo. Apenas dejo San Luis, ya comienzo a escuchar la tonada cordobesa en la voz de los parroquianos. La vegetación se hace abundante y más tupida. Compramos vino dulce y cactus de diversas especies. Un gordo nos cuenta cómo prepara las aceitunas en sal muera y nos da a probar pan de campo y jamón serrano.

Más adelante nos dejamos llevar por el Río Los Sauces. Nos sentamos a la sombra de uno sus vegetales llorones, comemos empanadas y después nos mojamos. Nuestras lonas y bolsos quedan amontonadas en uno de los márgenes del lecho donde el agua corre cuando el río crece. Los Sauces se extiende a lo ancho de casi 200 metros y muere en el Dique La Viña. Su naciente corresponde a la confluencia de los ríos Panaholma y Mina Clavero. Pocas piedras y arenas amarillas. Cualquier improvisado podría creer que es el Caribe sin olas. Lo más llamativo es que la corriente se abre dentro del lecho en diversos brazos que conforman pequeñas islitas de arena en medio del cauce. Cada brazo tiene su temperatura. Una más, una menos tibia.

De regreso, cuando paso pasamos por Villa Las Rosas me compro un tronco de árbol con alambres circulares incrustados, de los que cuelgan macetitas de colores donde hay plantados cactus de diversas especies. Sigo comprando cactus. ¿Tendré que interpretar el sentido de ese gesto? Los cactus se vuelcan en el baúl del auto y de regreso en la cabaña tengo que reorganizar las macetas, tierra, plantas y piedritas decorativas. Los dedos se me llenan de mini espinitas imperceptibles, que no puedo sacarme de la piel. Pese a la molestia mis ojos disfrutan de los colores y las diferentes especies de cactus como lengua que acaba de imbuirse en un frasco de melaza. Cuando todas esas plantas terminen de secarse en la mesada de mi casa en Buenos Aires, habrá terminado el verano.


21.2.14

Veintidós


Sentir frío adrede. 
Escuchar el arroyo.
No esperar nada.

Veintiuno

Lunes. Nublado. Los chicos juegan en un metegol. Yo subo el cerro inhóspito de Carpintería hasta La Cascada Escondida cantando a los gritos. Por ahí no canto tan mal, pienso, mientras veo que me sigue un zorrito salvaje del tamaño de un perro, flaco, color miel. Al principio me siento intimidada pero luego, unos metros después, todo indica que no debo alarmarme.
Más adelante un cuis corre para esconderse apenas me ve, o apenas ve al zorrito que me sigue, no estoy segura a quién ve primero. No hace ni veinte minutos que estoy caminando y se me duermen las manos. ¿Me estaré por morir? “Acordate. Sos hipocondríaca recuperada”, contesta una de mis voces. Sigo subiendo. Pienso que la parte mía que no se ve es demasiado seria, densa y melancólica. Caminar es la mejor manera de pensar pelotudeses sobre uno mismo, anoto. De pronto recuerdo a Gastón, el guía puntano que nos llevó por los cerros a caballo. En algún momento, cuando le pregunté por el wi fi gratis de la provincia me contestó que sólo tenía un Facebook. Para él internet es Facebook. De paso comento algunas ideas sobre la mentira del wifi puntano. Nadie, me refiero a complejos, cabañas, hoteles nadie brinda servicios de Internet por cable, justamente, porque el gobierno regala el wi fi en todo el aire de la provincia. Lo que no se cuenta es que las sierras puntanas y los fuertes vientos y tormentas impiden que la señal se mantenga estable. Internet es un verdadero horror.

Veinte

Tedio. Concedeme un aire.

Diecinueve


Garúa en el cerro. La neblina cubre todo. Salimos igual. Manejo hasta Merlo. Estaciono en la puerta de la farmacia de turno. Necesito un frasco más de Cefalexina. Las ruedas del auto se meten en un montículo de arena. Precavida, retrocedo. Un tipo me ve y comienza a gestualizar maniobras que yo debiera hacer para ubicar el auto sobre el montículo. Bajo la ventanilla, le agradezco y movilizo el auto de todas formas hacia atrás. Pero el hombre, herido en su narcisismo y con ánimos de ganar la conversación porque hay otros hombres mirando, mi esposo y mi suegro en el auto, sus amigos en la vereda insiste en que lo ponga así y asá, en que lo deje a él, que él lo estaciona sin problemas. Estúpida yo, de puro apurada, porque necesito el antibiótico y la hora pasa, bajo del auto y lo dejo hacer. Las ruedas se meten en la arena cada vez más. El tipo habla. Es de esos hombres que creen que decir es hacer. Habla y me explica lo que no está haciendo. Cuando se da cuenta de que no puede estacionar el auto comienza con los "peros". Yo le digo que baje, que sé cómo sacar el auto de ahí, que es un auto de alquiler, que no puedo hacerle daño. Pero el tipo no se mueve. Mi familia baja del auto, mi esposo pone una piedra debajo de la rueda y, finalmente, el mamotreto saca el auto del atasco, sin dar el brazo a torcer. Imagino la sangre bombeando hacia su pene que se erecta. Quiere explicarme que esta vez… pero lo dejo hablando. Entro a la farmacia y lo dejo hablando. No tengo maneras cuidadosas para el ego de un hombre que quiere enrostrarme una habilidad que no tiene, y que ni siquiera logró su cometido.
*
A la noche me toco. Me baño, me acuesto, me tapo y me toco. Antes pienso en la barbilla de Fogwill, en su cabello canoso, en sus articulaciones huesudas.

Dieciocho

Anoto en la primera página del libro: “no sentirse ofendido es un modo de ofender”. Pienso la frase un rato y después la twitteo. Me siento a leer en una roca caliente del arroyo. De pronto recuerdo el Nahuel Huapi, E., la tarde, La novela luminosa accidentada. Busco el teléfono y le escribo un mensaje a mi amiga. “En Los Molles de San Luis. Con un libro de Levrero que intuyo no dejé caer al río porque no tengo quién interprete el gesto. Se te extraña”.
*

Mi hija corre desde la proveeduría hasta el sector del arroyo donde estoy. “Mirá, ma, mirá”. Señala un auto que sale del estacionamiento del camping y se dirige a la salida del predio. Yo miro el auto pero no entiendo a qué viene la algarabía. No veo caras familiares en el auto, ni reconozco algo extraño en el modelo, o en el color. La miro extrañada mientras escucho me dice: “La patente, ma. LEY, dice, mirá”.

Diecisiete

Los molles. Pegado a Cortaderas. Un poco más cerca de Merlo. Misma Ruta, mismo Cerro, el arroyo más generoso del corredor de los Comechingones. Sus cascaditas nacen en vertientes que tiñen el bosque breve, verde y arbolado. Encuentro torcazas, cotorras, colibríes, pero sobre todo veo poca gente. El silencio resulta pasmoso. A diferencia de Merlo, devenida ciudad, montada turísticamente, Los Molles es un poblado de casitas dispersas con apenas algunos postes de alta tensión. Un terreno vacío de quinientos metros cuadrados, desmontado, sin asfalto en la calle, tiene un valor de alrededor de ciento treinta mil pesos. Hicimos costillitas de cerdo al borde del arroyo y preparé ensaladas. Abrí una latita de paté con un cuchillo, comí frambuesas de la planta con los pies adentro del arroyo, mirando la cascada y leyendo a Levrero.


19.2.14

Dieciséis

Una mezcla de tedio y placer en cantidades casi exactas que se alternan. Bueno, como la vida de todos los días.

Quince

Es martes. Para variar, llueve. Camino a La Cascada escondida, un kilómetro arriba de mi cabaña, leo algunas Irrupciones, comienzo a hacerlo de manera salteada, de puro ansiosa, de mística, de piba que vive encontrándole el sentido a las palabras. Después me reprocho el desorden. ¿Cómo saber si leí todo, si perdí columnas por ahí, por el principio, por la mitad? Obstinada, vuelvo a leer en el orden propuesto por Levrero. "Por lo demás, conservé la numeración original y resistí a la tentación de reordenar todos estos materiales con mayor coherencia; lo prefiero así, en esa forma de picadillo variado y con ese aire, todavía, de publicación periódica". Me gusta Levrero prologándose, me gusta su mapa mental, sus estructuras y sus rupturas, me libera siempre, me abre, me permite. Sigo leyendo, entonces como me suena, como surge, como mierda se me canta.

Un alerta vibra en mi teléfono. Cuando quiere, la sierra, se hace eco de la señal de los celulares. Mail de Zamorano. Me señala un texto que podría servirme para la nota que sumarié la semana pasada. Mi vieja hubiera dicho; “transmisión de pensamientos”. Para mí se trata de otra cosa, de un diálogo de proyectos comunes, de una tácita unión en el deseo de escribir. Tomo mate y anoto un pensamiento en la primera página del libro. Corrijo un error de ortografía y se me hace consciente un fallido que cometo con frecuencia. Cada vez que tipeo la palabra "hijos" escribo "hojos”. ¿Soy un cuervo acaso? ¿La madre cuervo? ¿La madre cocodrilo de Lacan? Me gusta dar espacio, dejar hacer, escuchar el deseo de mis hijos. Me gusta que se enojen, que me contesten, que me repliquen, que me reclamen. La muerte es dar todo servido. Tener todo. Perder el deseo de conseguir. Me gusta que mis hijos tengan que pedir la leche, el almuerzo, la cena. Que sientan hambre y reclamen, que quieran algo y busquen el modo de conseguirlo. Que me vean escribiendo cuando es la hora de comer. Que preparen ellos lo que quieren consumir.

Salteando páginas llego a la Irrupción #83 que me sugirió hace unas semanas Mariano Vespa. La leo y la releo. Me propongo escribir sobre esa irrupción y sobre el único poema de Levrero del que tengo conocimiento, al comienzo de El discurso vacío. Esto, si consideramos que La novela luminosa es una novela porque así lo indica su título y no un extenso poema narrativo, escrito en disimulados versos apaisados, aprosados, acostados, como más me gusta pensarla. 

El escritor uruguayo, Pablo Silva Olazábal, me responde vía Facebook que revisará sus mails en busca de algún otro poema, que "casi seguro ⎯me escribe tengo perdido en mi computadora". Sin embargo no los encuentra, reduciendo mi objeto de estudio a sólo dos poemas que se emplazan en libros que no son de poesía como Irrupciones, las columnas periodísticas que publicara en la Revista Postdata entre 1996 y 2000 [con una interrupción de dos años en el medio] y El discurso vacío, una novela propiamente dicha. 

Pienso que así es la poesía de Levrero, solapada, escondida, para los pocos que quieren leerla, metida en la prosa, entre los diarios, por qué no, en sus juegos de palabras y crucigramas. Me grabo entonces, en el medio del cerro, al lado de un lugar que me apropié, leyendo la Irrupción #83, un árbol de moras a veinte minutos subiendo, cuesta arriba por el ripio, encima de una piedra inmensa, plana, ideal para acostarse boca arriba, mirando el nido que aparece justo frente a los ojos, como una de esas no-casualidades, que hubiera visto Levrero.
*
"Mariposas con alas apolilladas / polillas / mariposas que fueron gusanos / mariposas de un pasado atroz / con un pasado atroz / mariposas que reptaron / mariposas que royeron / mariposas que se debatieron en su forma de gusano durante siglos interminables adentro del capullo / mariposas enfermas / mariposas freudianas / mariposas clavadas con alfileres sobre mi espalda / aleteantes mariposas fijas / mariposas muertas".  Irrupción #83 / Mario Levrero.

Catorce


Cortaderas, unos metros a la izquierda de la Ruta 1, veinte kilómetros al sur de Merlo, en el departamento de Chacabuco. Pueblo enclavado en la Sierra de los Comechingones. Ochocientos veintidós habitantes. Una plaza, una escuela, un cementerio, una librería, cuatro cuadras asfaltadas y wi fi free.

Trece

Sin mucho preámbulo partimos hacia el Mirador del Sol buscando el “¿acaso posible?” microclima de Merlo. Un arroyo cruza el vado y yo cruzo el vado con el auto, por encima del agua, acelerando mucho para que no se note el miedo que me invade en ese instante. Por afuera muestro que tengo todo bajo control. Las ruedas giran soltándose unos segundo del piso y yo me imagino al auto siendo arrastrado por la corriente, chocando con las rocas, yendo siempre hacia abajo, mojándose por dentro hasta atascarse en algún codo. Imagino la cara del empleado de la casa de alquiler de autos pasándome la cifra impagable del despropósito. Pero nada de eso sucede. Pasamos sin problemas y seguimos subiendo el cerro. A la derecha vemos unos caballos con sus aperos atados a un palenque, preparados para salir. Hablo con Luis, un hombre de unos cincuenta años que aparenta tener por lo menos setenta y nos señala un mirador más arriba donde podríamos llegar con los caballos que él alquila. Dice que podríamos ver el atardecer en la montaña, mientras pasamos por lugares a los que los autos no pueden acceder. Tiene el pelo largo, blanco, una boina y un saco verde abotonado. Se traga la “r” cuando habla, o, más que tragársela, la deja patinar, digamos, suelta el aire entre los dientes y la lengua, suavizando la aspereza rústica de la “r”, pronunciándola con delicadeza. Detrás suyo hay fuego sobre el piso, entre medio de unos pequeños troncos. Siento olor a quemado. Un chico de unos veinte años acomoda los caballos y les peina el lomo. Me dice que no me preocupe, que no se quema nada, que es el olor de los autos que bajan del cerro pisando el freno en continuado. Sobre el fuego una pava negra del hollín hecha humo por el pico. Al borde de la parrilla hay un chorizo frío que imagino quedó del mediodía. Al lado, sobre una roca, diviso un mate casero fabricado en un vaso de cerveza. Cinco o seis piedras rodean el fogón. El chico me mira. Tiene unos ojos verdes que parecen hablar, el pelo bordeando la nuca, recortado prolijamente detrás de las orejas, una chomba celeste con cuello y un pantalón de jean gastado. Yo no voy a subir le digo No vine preparada para montar. El chico mira mi pollera corta y se sonríe. Entonces le preparo sólo dos contesta. 
*
La tarde es perfecta, no hace calor, el sol entibia la piel y corre una brisa suave que mueve los pelitos de mis brazos. Una caricia. Mi hija insiste en que los acompañe. Mientras pienso cómo podría subir a un caballo en estas circunstancias, Luis parte con dos turistas que se decidieron antes que nosotros, y le dice algo al chico de la sonrisa amplia y los ojos verdes.
*
Por fin avanzamos los tres por el cerro. El pibe de los caballos camina más atrás, chista a los animales y entre ellos se entienden. Los caballos frenan, avanzan, se corren a la derecha de la ruta cuando viene un auto, obedecen más ese código de chistidos que los movimientos ignotos que hago yo con las riendas, insegura, montada en un caballo negro, hermoso, que más tarde sabré se llama Príncipe. Nos metemos en un bosque tupido, el cerro muestra la tierra desparramada por las herraduras de los que pasaron antes, la ladera un poco más allá, el precipicio, la vista de los techitos de Merlo, abajo, el sol que se apronta para mostrarnos el atardecer. En un momento dejamos de escuchar los motores de los autos que pasan por el camino. Nos internamos en un silencio hondo, profundo. Yo con las riendas entre las manos, un poco sobre mi pollera, tratando de engancharla en la silla, de retener la tela para taparme la bombacha, pensando que no debiera estar preocupada en eso, enderezando la espalda, sacando la cola hacia afuera, arqueando la columna sobre el caballo. A mitad del camino nos detenemos. El petiso que monta mi hijo se empaca y no quiere avanzar, come unas plantas de hojas tiernas, quiere soltarse y,  terco, empuja las riendas con la cabeza. El chico se acerca y lo acaricia. Vamos, vamos le dice, y el petiso avanza. Lo demás es el canto de los pájaros, el sonido de las ramas de los árboles que se mueven, las vacas pastando, una choza perdida entre las tuscas.  De la nada el pibe se pone a la par de mi caballo y deja a los otros dos adelante, para verlos. Ese que estás montando lo amansé yo me dice. Era bravo el Príncipe. Tuve que darle azúcar, lo até a un poste, lo bañé, le puse las herraduras y después salí. Quiso tirarme al piso pero dí contra una piedra y logré sostenerme. Ahí entendió quién mandaba, y nos hicimos amigos. Mientras él habla, yo miro el espacio de piel que queda entre el cuello de la remera y el pelo del chico. Cada tanto gira su cara hacia mi lado y vuelvo a verle los ojos. Lo escucho. Me gusta lo que cuenta. Narra las cesáreas que le hizo a dos yeguas y el modo en que salen las crías, con las patas hacia adelante, no como las vacas, dice, que tienen a las crías de cola, echadas sobre la tierra. Creo que mis gestos de asombro alimentan un poco sus ansias de seguir narrando y que por esa razón  no se detiene. Casi no lo interrumpo. Pasa por los partos de los cerdos, por el modo en que tomó una tierra y se construyó una casa de material y ladrillos, al otro lado del cerro, a una hora de distancia caminando a pie. Cuanta las comodidades de la casa, que vive solo, que tiene dos caballos propios, que fue al Hipódromo de Palermo con uno de los caballos que educó. Mi mente divaga pensando en la edad del chico. Entonces le pregunto su nombre. Me cuenta que se llama Gastón y me pregunta qué edad pienso que tiene. Le digo que entre veinte y veinticinco años. Él vuelve a reírse con su sonrisa hermosa. Veinte, me confirma. ¿Le parezco muy chico? No⎯ parecés de tu edad le digo la edad más linda; y pienso en las distancias, imagino a un chico de veinte años levantando paredes, pasando el fratacho, domando un caballo, haciéndole el amor a una mujer.

Cuando llegamos al mirador, los caballos se acercan al arroyo y Gastón se ofrece a sacarnos una foto. Volvemos despacio. Príncipe me zamarrea sobre su lomo. Yo escucho la voz del chico y deseo que la tarde no se termine. Pienso las diferencias entre pobreza, indigencia y humildad. Pienso, también, en la posibilidad de volver a verlo.


Una vez en la parada nos bajamos de los caballos y le pagamos a Luis el alquiler. Me acerco a Gastón y le dejo cien pesos, por haber sido nuestro guía. Príncipe tiene una erección que nos hace reír a todos. Mi hijo me pide que le saque una foto.

Doce

Mientras escribo escucho a mis hijos que dicen: "Terranova ataca a Labrador". Me río sola pensando en la última reunión de Revista Tónica antes de las vacaciones, todos sentados en la terraza del CEC, la tarde cayendo, libros mejores y peores sobre el tablón de madera, mate, algo de bruma mojando los papeles, vecinos llegando de trabajar, encendiendo las luces, asomando a los balcones de los edificios aledaños, mirando la escena extrañados; ¿qué hacen esos pibes ahí? Alguien manda un mensaje de texto: “estoy abajo”. Que no ande el timbre es parte del folcklore de este espacio de reflexión y producción. ¿Qué vamos a hacer en 2014? Casi veinte personas poniéndonos de acuerdo en pensar los libros, los ciclos, lo digital, las redes, la escritura, bah, esas cosas que no le importan a nadie.

Once



Es domingo. Entro a la guardia del Hospital de Merlo sobre la calle Juana Azurduy. La consulta es por una nimiedad. La rodilla de mi hijo, apenas lastimada hace unos días, parece estar infectándose. Un hombre está sentado en la sala de espera y yo me siento a su lado. Le pregunto si está para el médico de guardia, como yo. Me dice que no, que tiene a su hijo internado. El hombre necesita hablar y entonces lo escucho. Su boca es un manojo de surcos y su piel oscura parece cansada. “Quiso matarme con un hacha me dice fue ayer, es la segunda vez que se sale de sus cabales; esta vez fue la peor. Hace como diez años, cuando cumplió 49, se peleó en el pueblo con un hombre y quiso ahorcarlo. Tiene algo nervioso. No se puede controlar”. Mientras pienso que en los pueblos del interior una psicosis podría confundirse con un demonio, una crisis nerviosa o un evento paranormal, el hombre me cuenta que antes, una vez, la policía terminó tirando al piso y esposando a su hijo para poder llevarlo al hospital, que esta vez no reconoció a su padre, que lo agarraron justo porque si no terminaba en tragedia, que tal vez era mejor, hubiera preferido, que ahora está atado a la camilla, que no sabe cómo hacer con él, que va a tener que irse de la casa y dejarlo solo, que se arregle como pueda. Pienso en Los Anormales de Foucault, en la pobreza extrema de los que ni siquiera son alcanzados por el poder castrador de las instituciones, por la sociedad de control, por los beneficios de la información. ¿Estará tipificada esa dolencia? ¿Estará siendo tratada como corresponde? El médico me llama y entramos a una pequeña salita con una camilla, un escritorio, un tanque de gas y dos sillas de plástico. El médico mira durante dos segundos la rodilla de Octavio que supura; y anota “Cefalexina” en un papel reciclado que corta con una regla. Cuando salgo vuelvo a cruzarme con los ojos del hombre, que todavía me sonríe. Me acerco y le extiendo la mano como despidiéndome. Le deseo que salga todo bien, que su hijo se mejore. ¿Qué otra cosa puedo decirle? El hombre busca mi mejilla con su mejilla y me da un beso. Le digo que tenga fe. ¿Existe alguna posibilidad de no sobrevivir al dolor?

Diez


Un día de lluvia es también un día de sol. Todos los climas se apelotonan en las mismas veinticuatro horas por estas zonas. Parece imposible pero es así. Lluvia, viento, nubes, viento, lluvia, sol. Manejo hasta el Mirador del Filo a diez kilómetros de acá. Llegamos a Merlo y subimos la cuesta. Cuesta. El auto en primera pide motor, pide más velocidad, no se agarra, no da abasto. Una vez arriba vemos la puesta del sol detrás de algunas nubes. Saco fotos a contra luz como me sugiere Malena. De regreso escuchamos un jazz de Ornette Coleman y me hago una con la sierra, el auto, el piano. Una con el jazz, con el momento. Soy una con el presente, pienso, como Ides con sus brazadas sobre el Paraná, Viel Témperley, el agua, la cabeza vendada, el hospital, Fogwill, el ensayo británico, todo en armonía.

18.2.14

Nueve


Una alondra quiere volar. Es ella contra el viento y yo mirándolos en esa lucha. La alondra mueve las alas todo el tiempo que el esfuerzo se lo permite. Luego aquieta sus extremidades y se queda suspendida, usa el cielo a su favor, retrocede, vuelve a aletear y se adelanta unos centímetros. El viento arrasa las alas de la alondra, anoto. Pienso en la novela de Selva Almada. El viento arrasa todo. La alondra desanda el recorrido, vuelve a aletear, vuelve a ganar cielo hacia delante. Se parece un poco a mi vida. Voy a hacer algo con esta imagen cuando sepa qué.

17.2.14

Ocho


Todo lo que nos rodea es hermoso. Las plantas aromáticas, la humedad del cerro, la lluvia que engordó los arroyos en estos días, el agua que pega en las piedras, los verdes, mil verdes, infinitos verdes de la cuesta. La pileta. Es hermosa la pileta. Las golondrinas, las torcazas, los pájaros carpinteros de Carpinterías. El alacrán en la baldosa es hermoso. Es hermosa, amplia y cómoda la cabaña, con sus ventanales al verde y la claridad que reemplaza el despertador por las mañanas. Sin embargo uno siempre puede enfocar el charco en la tierra, el tacho de basura, la internet intermitente, el ruido del viento que no te deja dormir. Uno que no es uno, digo. Alguien a quien uno invita a tomar unas cortas vacaciones en el cerro.

16.2.14

Siete

Sigue el viento, no se detiene el viento en Carpinterías. ¿Será el viento a favor que pedí días atrás?  La ventana de mi baño goza del nido de un hornero. Por las noches la escucho gemir. De día sigo leyendo Irrupciones de Levrero. Los chicos juegan al TEG. Llueve cada hora un poco más. Tengo la computadora encendida y voy tomando notas de los pensamientos que me surgen y espero desarrollar después. De pronto, con la fuerza de un cachetazo, me cruza la cara una idea de Mario que considero imprescindible. Voy a Facebook y la transcribo.

"Fuera de ese mundo que nos hemos creado para poder vivir, se halla el mundo real, incognoscible; el mundo que no era para nosotros". #Irrupción3 ML.

Levrero escribe en 1996 lo que yo estaba pensando ayer. Tal vez me lo haya soplado el libro, o el hornero del nido en la ventana de mi pieza. Tal vez la idea pasó del libro, apoyado en mi mesa de luz, a las imágenes de mis sueños, o mientras dormía haya podido escuchar las frases que Levrero le rezaba a Canal en sus discursos amorosos. No lo sé.

A diecisiete personas les gusta la frase que transcribo en mi muro. G, ex compañero de trabajo, escribe su comentario al pie de la cita. “Venía bien hasta que canchereó con la palabra incognoscible”. 

No me banco que un publicitario justamente un publicitariovenga a decir a mi muro qué es canchero y que no lo es, dónde se equivoca Levrero, hasta donde “venía bien”. ¿Acaso está insinuando que a partir de un punto lo escrito está mal? ¿Sabrá el significado de “incognocible” o juzga “error” lo que desconoce? Puedo leer los pensamientos de un pibe como G. Conozco bien de cerca a los “creativos publicitarios”. Hombres resentidos de zapatillas Nike y gorra en la cabeza, pequeños analfabetos formados en un oficio sencillo y exclusivo, rodeados de la fama de otros tiempos, eternos admiradores del éxito ajeno que enseguida ganan dinero, y con el dinero status y seguridad; pequeños analfabetos insistoque jamás leyeron al autor del que opinan, que levantan un cuento clásico y lo disfrazan de “comercial”, le ponen un producto atrás, le inventan un mito de creación que nunca fue.

"Incognoscible" según mi forma de ver es la palabra justa para explicar esa idea, G. No creo que haya algún sinónimo mejor, ni que ese uso certero del lenguaje sea "cancherear", no en este caso, no habiendo leído el texto completo y no, tampoco, pensando en el lector a quién se dirige la columna (Revista Postdata, 1996) Obviamente mi respuesta queda flotando en el aire como un grito mudo.

Por la tarde, cuando deja de llover, dejo a los chicos jugando al metegol y subo la sierra hasta el arroyo escondido. Lo hago a paso firme y sintiendo el tirón de los músculos de las piernas. Llevo el libro abierto, entre las manos, y encuentro esta nueva cita que le abriría el orto al medio a cualquier publicitario. La señalo con lápiz y doblo la parte superior de la página. Vuelvo a pensar que el oficio de escribir, entendido como lo entiende Levrero, dejaría pequeño e inseguro a cualquier publicitario analfabeto, navegando adentro de sus zapatillas Nike y su abultado sueldo de oficinista de lujo. Ese texto, si alguna vez accedieran a él como corresponde, le gritaría silenciosamente “analfabetos” a todos los publicitarios del mundo. "Lean analfabetos", les gritaría en el oído “lean que les hace bien, aprendan a leer”. Lean y cierren el orto, agregaría yo, cósanse el ano de la cara antes de volver a pronunciar una sola palabra sobre un grande que ni siquiera tienen la dignidad de conocer.

Transcribo la frase que revela por qué un adjetivo no es cualquier otro adjetivo en la obra de Levrero, por qué G sólo puede dedicarse a pensar slogans o a agrandar y achicar un logotipo, según el gusto del cliente.

“Quiero aflojar un momento la tensión de estar buscando la palabra justa, no exacta pero justa, esa despiadada desviación casi diría profesional, si lo mío fuera una profesión; la palabra justa y la coherencia del discurso, un conjunto armonioso que el lector debe recibir sin darse cuenta del esfuerzo que lo sustenta. Estoy tratando de escribir mal, de permitirme incoherencias y faltas de ortografía, pero solo he conseguido torpezas del tipiado que me he apresurado a corregir, porque no es lo que pretendía. No consigo ser incoherente, y este mal es mucho más grave de lo que se piensa”. (Mario Levrero #Irrupcion23)


15.2.14

Seis

Tal vez vine a aislarme a este lugar con mi suegro para ver cómo sería el futuro si no me atrevo a modificar el presente.
***

Trato de meter viento y silencio en un frasco vacío. Hacemos una fogata que más tarde se convertirá en asado. Reviso las fotos de Instagram. Tiro las que no salieron bien, las fuera de foco, las repetidas. Quiero verlas cada tanto cuando regrese al fuego de la ciudad, a la voz nerviosa del jefe de turno, al tránsito porteño en un año sin bicicleta, cuando no pueda escapar a mi propia realidad. Quiero volver a estos espacios como quien mira un espejismo en el desierto, como quien puede transportarse en el espacio, inventarse un mundo, embadurnarse la ropa con aceite de oliva.

14.2.14

Cinco

Tomo decisiones sin saber del todo por qué las tomo, sin saber qué resultará de esas decisiones. ¿Alguien sabe, acaso, qué va a suceder frente a cada hecho que elige vivir? Podrán reprocharme muchas cosas, pero no la capacidad de tomar decisiones, gestionarlas, ejecutar. Siempre ejecutar. Cada vez con menos margen de error. En todo caso podrán interpretar mis decisiones como quieran. Con mucho viento a favor yo misma podré interpretar mis decisiones. Pero eso es algo que no puedo hacer ahora, en presente. Eso es algo que depende pura y exclusivamente del paso del tiempo, de la distancia entre la decisión y sus posibles consecuencias.

13.2.14

Cuatro

Me despiertan las zapatillas de mi suegro arrastrándose por el piso de la cabaña. Sé que lo hace para que bajemos, porque no soporta esperar a que le sirva el desayuno. En lugar de correr sin sentido, como todos estos días, me siento en la cama y enciendo la computadora. Escribo lo que soñé. Mario Levrero habla con Mariano Canal, el escritor de Revista Paco, desde una silla arrinconada en el ángulo que forman dos paredes desconocidas. Yo, en la misma pieza, doblo ropa que aparece dispersa y desordenada encima de todos los muebles. Acabo de llegar de una reunión con Hernán Curubeto, ex compañero de una Agencia de Publicidad en la que trabajé, que ahora vive en Brasil. En el sueño Curubeto se tomaba un café conmigo y aprovechaba la oportunidad para invitarme a ver una obra de teatro “intimista”. Yo sonreía y volvía a mis asuntos; entrar a esa pieza, ponerme a doblar la ropa, guardarla adentro de los muebles. Desde esa sensación de haber asistido a una “rara invitación” yo escuchaba el sermón que Mario Levrero le hacía a Mariano. “Por qué estás así, hay que dejar atrás lo que pasó, acabás de pelearte con tu novia”. Mario formulaba algunas frases con información extra para que yo me enterara, o eso interpretaba yo, en el sueño. De alguna manera estaba claro que Mario quería incluirme en su diálogo con Canal, buscaba meterme en la conversación. Pero yo, de todos modos, me mantenía al margen escuchando en silencio, con atención, doblando unos pantalones y unas remeras, armando pilas de acuerdo a los lugares donde iba cada cosa; para enseguida después guardarlas, moverme por la pieza frente a ellos, esforzarme en la tarea de nunca entrometerme. Mariano dejaba entrever que no estaba seguro de dejar a su ex, que ella había intentado leer sus correos, que él cambió la contraseña de su máquina. Entonces, en el preciso momento en que Mario Levrero le decía a Canal que la única voz que debería escuchar era la de su deseo, entraba a cuadro una chica cuyo rostro me resultaba totalmente nuevo. Levrero, enfervorizado, se ponía de pie y comenzaba a disertar en un plural que nos reunía a los cuatro, de alguna forma tácita que me excitaba. El sueño concluía en la chica acercándose a la boca de Canal, que finalmente la besaba. Yo venía el gesto detrás de la puerta de un placard, muy cerca de Mario Levrero. Mientras miraba el beso y relojeaba la expresión de Levrero, que hacía lo mismo, mi pensamiento divagaba en posibilidades: “ahora me acerco y beso a Mario, eso dicta la voz de mi deseo”. Pero en ese ingrato momento me desperté. Digo ingrato porque no sé qué hubiera decidido hacer Levrero conmigo ahí adelante, mientras los otros se mataban a besos de lengua, húmedos, abrazados.  / No sé qué dictaba  / la voz  / de su deseo.
*
Llueve otra vez.  Miro la lluvia desde la ventana. Las gotas caen perpendiculares. ¿Se puede caer perpendicular? Miro el piso mojado. Evidentemente se puede. El viento acuesta las gotas, pienso. La lluvia cae perpendicular, de todas formas. Viene a mi mente una vez más aquella frase de mi madre. “Dios escribe derecho con letras torcidas”.
*
Dormir sin soñar se parece a estar muerto. Irrupciones. Mario Levrero.

12.2.14

Tres

Por la mañana recuerdo un momento que podría escribir pero lo dejo correr; mi tamiz de la palabra lo pasa por alto, veo irse al momento por el desagüe de los hechos que  mi conciencia jamás podría retener.
*
Agrego “Castagnet” y “Levrero” al diccionario de Word para evitar que esas palabras vuelvan a ser señaladas como “palabras erróneas” cuando escribo. Termino de hacerlo y releo lo que llevo escrito hasta ahora. La palabra “internet” sigue auto-modificándose sin mi consentimiento. Insisto en escribir esa palabra con minúscula. Sustantivo. Internet. Sos una cosa, inernet.
Mis vacaciones familiares incluían a mi suegro y acaban de convertirse sin previo aviso, seña, consulta, pregunta alguna, en doce días de vacaciones que en breve  incluirán a sus dos hermanas, cuñados y sobrinos. #hola.
*
Puedo ser más fuerte que mis emociones. Camino hasta el cerro debajo de la lluvia y pienso en mis enojos como la transferencias del odio que siento por mis propios límites. Lo twitteo. Me mojo con la garúa que se convierte en llovizna y cuando estoy entrando en el último tramo ya es una lluvia copiosa. Avanzo hacia la cima de todos modos. Más adelante me siento en una piedra y reparo en la imagen de una topadora oxidada que se dibuja a pocos metros. Me gusta sentir la lluvia en el cuerpo que se enfría. A mi derecha un caño de agua roto, un basural y una pila de escombros. Puedo estar en el paraíso y también en el infierno. En la libertad de mi mente o en la cárcel del matrimonio. Todo depende el encuadre que me disponga a recortar la realidad y sus respectivas circunstancias.


Dos

Carpinterías es una aldea de montaña que hace unos diez años contaba con sólo quinientos sesenta habitantes y hoy casi llega a los mil ochocientos. La cabaña que alquilé es parte de una reserva natural emplazada en la montaña, rodeada de bosques autóctonos, y a la que accedí por la cuesta de Los Mandarinos, para mi suerte asfaltada.
***
Hasta ahora no puedo dormir sin despertarme a mitad de la noche. El insomnio de las tres de la mañana, que arrastro de Buenos Aires, sigue perfectamente incólume. Escucho el ruido que produce el fluir del viento sobre marcos y ventanas, puertas, techos y cortinas. Los árboles se quiebran con el viento en un diálogo permanente con los búhos. Lo vemos a la mañana. Los bichos del monte aparecen estampados contra los vidrios de la cabaña. Las ventanas se parecen a la parrilla del auto después de una jornada de ruta. Extraño tener internet. Odio corregir al Word que automáticamente cambia mi tipeo y escribe la palabra con mayúscula. ¡Si me viera Castagnet!
***

Soñé que el viento fuerte arrastraba el auto de alquiler hasta la cabaña y lo arruinaba por completo. Las dos primeras noches que dormí en el cerro me levanté a mirar que todo estuviera en orden. Bajé en ojotas y caminé en camiseta y bombacha por el interior de la cabaña hasta el escampado. Después de mojarme con la lluvia tuve frío y el peso de la frazada que agregué a la cama cuando volví, debe haber sido el causante de que, finalmente, me durmiera.

11.2.14

Uno

Alquilé un automóvil y una cabaña en el medio del cerro. Manejé mil kilómetros de un tirón. Estoy en Carpinterías, San Luis. Salvo una piedra que simulando ser un proyectil se disparó sobre el vidrio delantero, rompiéndolo, todo salió como fue planeado. Siempre estamos indefensos. Siempre puede suceder algo imposible de prever.
encontré esta definición, que escribí hace un tiempo


internet
miles de pijas sueltas 
en todas las direcciones 
uniendo personas 
             países
informaciones dispersas que fluyen 
                                             como líquido viscoso
                                             de un monitor a otro
                                             de un mouse a campotraviesa
mares y montañas
vía satélite o wifi. 

antes