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"La obra sólo es obra cuando se convierte en la intimidad abierta de alguien que la escribe y alguien que la lee, el espacio violentamente desplegado por el enfrentamiento mutuo del poder de decir y el poder de oír". Maurice Blanchot

31.3.10

Reclamo caduco


Te llevaste una parte de mí que todavía extraño. Fijate que en algún lado está escrito mi nombre, así me la devolvés. O no, mejor quedátela. Si vuelven tus ojos voy a tardar más en olvidarlos que en dar por muerta la parte mía que te llevaste.

29.3.10

Madre


Escribir en los intersticios de la maternidad.
Entre que el hijo se lava los dientes
y te llama para que lo enjuagues.
En las noches cuando podés vencer el sueño que te venció primero
a la orilla de un cuento luminoso de versos grises.

Escribir de día sin lápiz ni papel.
En los márgenes de tu memoria
que debe recordar
los horarios del colegio
y que hay que comprar una lista de cosas, que empieza con sacapuntas.

Escribir igual y pese a todo.

Cuando se puede y cuando no.

Escribir dos verbos,
o soñarlos...
En la sala de espera del pediatra,
con la mano en la frente del crio,
con los pies mientras lo bañás
siempre  escribir, igual,
aunque te salga un garabato
querer dejar de sufrir
lo
ser más fuerte que el dolor
que el más fuerte de los hombres.

Hasta que te salgan pelos en las piernas,
y en la pansa
que te crezca grande,
hasta la vereda de enfrente
para tener más piel en el cuerpo
cuando no te quede papel.

Escribir pese a todo
aún cuando la indiferencia
aún cuando la insignificancia
aún cuando tu nombre pase sin pena ni gloria
y se muera así.

25.3.10

Dejar de recordar


Me anoté en un taller de cerámica,
hice la vertical en ayunas dos semanas,
cambié mis hábitos respiratorios,
leí 324 libros,
y compré unos 30 más 
que quedaron por la mitad, llenándose de polvo arriba de la estufa.

Dibujé mis tetas atravezadas por un cuchillo,
me puse a dieta,
me comí todo,
me puse a dieta de nuevo,
dejé mi trabajo,
corrí una marathon de 10 km,
me hice 10 meses la bohemia,
entré a un trabajo nuevo,
empecé a escribir,
soñé,
me desperté,
me levanté a escribir sonámbula,
no dormí,
después dormí dos días juntos,
colgué lo que estudiaba,
retomé con reformas,
tomé unas 365 botellas de vino tinto,
en menos de un año,
me toqué,
me rapé,
me propuse olvidar,
me compré un liquid paper,
me dije estúpida,
me juré no volver a terapia,
y debo haber dado más de mil vueltas 
innecesarias 
para pasar por tu puerta,
pensando que la casualidad,
obligando a la casualidad,
forzando la escena,
imaginando finales.
Pero no logro, 
todavía no lo logro.

Y eso que.

24.3.10

Homenaje


Nacer abajo.
Bien abajo,
al sur,
en Río Negro.

Escribir.
Tratar de retratar la realidad irretratable.

Ser fiel a lo que se cree.
Más que a nada,
a uno mismo.
A lo que una mente clara y precisa siente.
Una certeza.

Porque no hay más que sentires certeros.
Boletos de ida que te llevan.
Un impulso a algún lugar sin ambigüedades.

Escribir.

Escribirlo todo.

Policial, periodístico, testimonial.
Caminar en la cuerda floja de la intelectualidad política.
Entre la ficción y el compromiso revolucionario.

Escribir una Carta Abierta a la Junta Militar.
Tu propia acta de defunción.

20.3.10

30 de septiembre de 1993


El café con leche a las cinco de la mañana me cae mal. Mi papá se esmera al prepararlo, pero igual. No puedo tragarlo. Entredormida tanteo las prendas que dejé dobladas anoche. Cecilia se queja de los micro-movimientos de mi cuerpo, que igual choca contra algún mueble en la oscuridad del cuarto. Los demás ni se mosquean. Reina un silencio entre pesado y pasmoso. Salgo. Unos libros, la carpeta, el walkman. 

La mochila pesa cada vez más. En un par de pasos estoy frente a la reja marrón que salto de una zancada por no correr el pasador. Me pensé que la facultad era más fácil, pensé, y le sonreí a mi viejo que ahora salía detrás de mí cada mañana, para quedarse tranquilo viéndome subir al colectivo.
En el 49 me tocó parada. Sí, hoy también. Pero sabía cómo dormir igual, con la cabeza reclinada en el mismo brazo que me sostenía toda, casi amurado al pasamanos del techo. Lo único que hace falta recordar mientras se duerme de parado es que la mano sostén debe estar alerta todo el viaje. De a ratos me iban despertando los olores de las colonias, algunos roces y las frenadas bruscas. Pero había desarrollado tanto este dominio de mí durante el año que ya a esta altura de septiembre podía retomar el sueño en la misma escena donde lo había dejado. Exactamente en el mismo punto. Pablo me miraba, yo lo miraba a él y con ese mínimo encantamiento bastaba. Entonces se me acercaba con sutileza y me decía que hacía meses soñaba que iba a conocerme justo hoy.

Ahí nomás me sacudí toda. Otra frenada. No había siquiera planteado el conflicto del sueño y ya estaba viendo al chofer con medio cuerpo afuera de la ventanilla. Le gritaba a un coche que se le cruzó mal. Entendí que el punto en el que estaba soñando se desvanecería pronto, tan pronto como iba ahora el 49 por la Avenida Provincias Unidas siguiendo al coche a 120 km por hora. No es que haya visto el velocímetro. Sólo escuchaba los gritos de los que estaban pegados al asiento del conductor. Seríamos ochenta personas en un bondi pensado para cuarenta. Los señores comenzaron a caer sobre los brazos de las mujeres sentadas entre niños y bolsas. Un tipo se dio la frente contra el pasamanos, una abuela rodó por el piso y las puertas del bondi se cerraron a la fuerza. Yo desperté del todo a mi brazo sostén y me dirigí al fondo. Toqué timbre. No vale la pena llegar temprano al trabajo. Llegar entera. Y volví a tocar la perillita de la libertad. Ring x 4 y unas voces condescendientes megafoneando “parada chofer”. Pero el auto no se detenía y el bondí volaba detrás suyo como un dardo lanzado a su destino. Íbamos en el aire.

Un semáforo en rojo, dos, tres. Ojalá hubiera teléfonos en los colectivos. O algún aparatito para mandar mensajes escritos pidiendo auxilio. Pero no. Habrá que esperar hasta el año 2000 para que existan esas cosas. Estamos pasando todos los semáforos en rojo, dije. Pero esta vez la voz no fue interior sino que me salieron las palabras. Me di cuenta porque algunos giraron sus cabezas hacia mí. Entonces miré por la ventanilla de la puerta trasera y caí en la cuenta de que estábamos por cruzar la garita de General Paz. Pablo. 

Ahí nomás recordé el sueño que me venía armando. Porque a decir verdad, a veces no soñaba en serio, a veces sólo dormitaba y me inventaba escenarios y personajes que después se independizaban. Pablo sabía todo lo que yo iba a querer sin que se lo dijera. Era una especie de superhombre. Tenía claro el orden de las palabras que pronunciaba, el tono, el sonido y la combinación de las mismas. Estudiaba Sociología en la UBA y militaba. Los ojos no hace falta describirlos. Ya se sabe. Y lo demás, como entra por los ojos, tampoco. A simple vista cualquiera se daba cuenta de que Pablo no era de apurarse. Estaba esperando el momento justo para decirme algo, pero era seguro que estaba enamoradísimo. Se le notaba en la manera de pasar a veinte cuadras de mi casa, o en cómo se acomodaba los pantalones cuando me veía en el bar de Puán donde también hacía el CBC. Yo estaba segura que en algún momento en estos días Pablo iba a pensar en mí, no por alguna causa en especial sino porque yo estaba pensando en él a cada rato. Incluso ahora, que dos patrulleros comenzaban a seguir al colectivo, que seguía al auto, que lo cerró al otro lado de la Avenida Alberdi, allá atrás del puente cerca de mi casa, donde Alberdi se llama Provincias Unidas.
   Comenzó a faltarme el aire. La gente gritaba. No sé si porque chocamos o porque ahora Pablo se me sentaba al lado, en el aula de Pensamiento Científico. Por fin abrió la boca para decírmelo. Menos mal. Porque ahora era yo la que no podía seguir esperando. Vi sus ojos más cerca que nunca. Sentí la boca caliente. Algo me la bañaba desde los labios hacia adentro. Algo caliente me recorría y entraba en mi garganta. Tenía un gusto que alguna vez había probado. No me importaba morir si ese sabor se me quedaba a vivir entre los labios. 

Cerré los ojos bien fuerte para que el efecto dure lo más posible. Traté de olvidarme del mundo, de la facultad, del colectivo. Y justo cuando pensé la palabra “colectivo”, lo recordé. Pablo desapareció, igual que el auto que nos había cerrado, y el chofer de la 49. Pobre. Yo empecé a cuidarme de mis sueños, sobre todo de esperar que algún chico me rompa la boca de un beso.


15.3.10

Sangre


Me desperté llorando. No había sonado el despertador. Entreabrí los ojos y me senté en la cama. Estaba toda mojada. No veía nada. Tanteé la almohada y la remera con la que dormía hace unos meses. Húmedas también. Buen motivo para ponerlas a lavar cuando vuelva la luz. Soñé algo con escaleras. Sí. No me acuerdo más. Me acosté de nuevo y me sequé las lágrimas. Mi despertador es eléctrico. No veo la hora. Escucho el subir y bajar del ascensor. Y eso arranca como a las seis. Ya deben ser las seis. Lomas del Mirador no tiene edificios, salvo el que linda con la pared de mi cuarto. Alguien pensó que este barrio iba a ser más grande, dice mi viejo cuando habla de ese edificio que se quedó solo y olvidado a cuatro cuadras de Avenida San Martín, un poco antes del Monte Dorrego. Pero no. Las seis no son porque ahora oigo más voces y más abrires y cerrares de la puerta metálica.

Pese a la humedad que me dejó este maldito sueño pesadilla algo me retiene en el colchón. No puedo levantarme. Una parte de mí que es minoría insita al resto de mi cuerpo a entrar en movimiento. ¡Vamos!, arenga. Pero el resto no acusa recibo. Sobre todo las piernas.

Me estiro como intentando colaborar. Bostezo. En eso escucho a mi vieja. Se levantó. Oigo sus pasos. Nunca lo hace antes que yo. Y menos si no hay luz y es tan temprano. Raro todo.

Miro la perciana. Por ahí debería entrar luz porque no cierra bien. Pero nada se filtra por la hendija. Si no amaneció deben ser menos de las seis. Estamos en septiembre de 1999. Falta poco para el año 2000. Las computadoras van a desactivarse, internet se va a desconfigurar, los bancos van a quebrar… Tal vez cuando mis abuelos hablaban del fin del mundo se estaban refiriendo a esto. ¡Qué boluda! ¿Me volví a dormir? Ah, no, sólo pensaba. Me colgué pensando. Aunque debería quedarme dormida. No creo que haya mejor plan. Sin embargo no puedo. Estaré exitada, o ansiosa, o algo. Es extraño que me haya desvelado así otra vez. Entra mi vieja.

¿Y, Leticia?, me pregunta antes de pegar un grito soberano que termina por despertar de un santiamén a mis partes cansinas. Sin querer estoy sentada de nuevo en la cama.
-¿Hija qué paso?!!!
-No veo.
-¿Hija estás bien?, ¿quién te hizo eso en la cara? ¡¡¡Por Dios y la Virgen Santísima!!!
Tardé en entender lo que mi mamá trataba de explicarme. No se trataba de un corte de luz. El tema era serio en serio.
-Es un milagro, me decía.

Pensé que mi vieja se había golpeado la cabeza en la oscuridad. Parecía estar delirando, ¿o es que me dormí de nuevo? No. Me pellizqué. Después me pasé las manos por debajo de los ojos. Tenía miedo. Despegué los labios de mi boca y acerqué un dedo en cámara lenta. Cerré los labios atrapando la yema de mi dedo y la punta de mi lengua tomó contacto con una lágrima. No estaba salada. ¡Si pudiera ver! Mi vieja ya no hablaba más. Sólo emitía un sonido corto, como silbidito de espasmo sollozo. Dejé de pensar en ella. Nada me importaba más que el sabor a sangre de mis lágrimas. Recogí una lágrima más. Era gordita y ya casi estaba llegándome al mentón después de un lento recorrido por la mejilla. La puse en la yema de mi dedo y la llevé a mi boca. Sentí el sabor de mi propia lágrima de sangre.  Fue agradable.

A las seis de la tarde supe que no se trataba de un corte de luz y que la única que no veía era yo. Alguien dijo que mi vieja estaba en observaciones en la salita de primeros auxilios de Sargento Cabral.

Mientras tanto un desfile de vecinas abandonaba la hora de piedad para venir a verme. Trajeron velas y flores, hablaban del mensaje de la virgen y buscaban entre mis libros y carpetas del colegio la carta con los mensajes de “la desatanudos”. Luego empezaron a balbucear el rosario. Unas en italiano y otras en español antiguo. Quien te dice, me acuerdo que pensé, por ahí si el emisario del papa no puede venir a mi casa me suben a un avión y me mandan a Roma. Lástima no poder ver el techo de la Capilla Sixtina.

En ese mismísimo momento, justo cuando me lamentaba de mi ceguera, se hizo la luz. Como resucitando me senté en la cama y pedí con fuerza que todo fuera un sueño. Despegué los párpados y vi todo con absoluta claridad, menos, las señoras con sus velas y sus flores. La humedad seguía en las sábanas igual que la sangre, desparramada. Me llevé las dos manos a los ojos, me resfregué y pude verme las yemas. Había llorado. Sí. Pero lágrimas de las de siempre.

Parece que cuando me viene me pongo sencible hasta cuando duermo.

14.3.10

Diario


Nadie escribe un diario íntimo. Ni yo, ahora que empiezo. Yo menos que. 

Un diario supone la soledad más aguda, la del náufrago resignado, la del que ya no espera nada. Es un registro minucioso de hechos, me pregunto después, cuando decido escribirlo pese a todo. No. Un monolito de letras compactadas desesperándose por gritar aquí estuve yo, por aquí pasé. Un estado de ánimo que se organiza en torno a un fluido. Una secreción, dice Incardona. La respuesta me tranquiliza. Y pese a todo, y con la duda a cuestas, de nuevo los ojos en la pantalla y el pensamiento buceando qué decir. 

Un diario es una poronga. Avanzo resistiéndome. A quién mierda le importa leer las estupideces que otro puede escribir en un diario. A uno con ganas de eso, por ahí, o al propio ego desconsolado a veces, capaz de perdonar las desacertadas argucias del yo. Tal vez tenga razón Juan Diego y se trate del yo hablándole al super yo, o del ello hablándole a los otros dos. 

Entonces conecta la neuronas lúcida y digo nadie escribe un diario íntimo. Sí un diario de intimidades que se quieren hacer públicas, eso sí, pero no un diario íntimo. Porque cuando escribimos una parte que nos gobierna está pensando en quién va a leer. Escribimos para álguienes, con permiso de la palabra.

Ahí nomás las otras dos neuronas que suelen darme una mano, me hacen recordar a Maurice Blanchot. “La obra sólo es obra en la intimidad de alguien que la escribe y alguien que la lee”. Entonces caigo en que no se me acaba de ocurrir absolutamente nada, y de que probablemente nunca se me va a ocurrir algo nuevo. Y me conformo pensando que mi tono personal, que mis particularidades o que mis influencias. Y me acuerdo de otra frase de otro, que por qué no se me habrá ocurrido antes a mí: “Uno no escribe para decir lo que sabe, sino para llegar a saber lo que quiere decir”. Me voy al revistero del baño y leo el nombre, a ver si esta vez me lo grabo. Santiago Kovadloff. Eso está bien, me conformo, y pongo el agua al fuego para hacerme unos fideos.

7.3.10

Desnuda


Sentada en el bordecito de la cama. Miraba. Los ojos desorbitados. Las manos queriéndose atornillar debajo de los muslos. Pero no. Descalza estaba. Con los pies pisándose. Uno al otro. Herizada. Mirando la escena. Diciéndose “ahora”, juntando corage, o no. Porque después no. Se decía. Mejor nada, mejor quieta.
La madre se paraba y se sentaba. Inquieta. Las manos de la madre se agitaban sin dirección.
Normal, pensaba ella. Es normal. Entonces quería cambiarse, ponerse las medias y el vestido sobre la piel, para salir. Cuando pensaba cosas lindas podía salir. El colegio no quedaba lejos. Unas quince cuadras que le gustaba caminar pensando en Pablo. Pablo era cosas lindas.

Pero ahora las manos esas que antes le acariciaban el cabello y la peinaban, se movian sin dirección una y otra vez, y cada vez más rápido. Toda ella, la madre, se paraba y se sentaba sin motivo. -Blanca Nieves, decía. En la radio la están nombrando. Y me mira, decía. Somos los siete enanitos.
 
Entonces volvía a sentarse, y se fregaba la cara como en las mañanas, cuando intentaba despertarse a sí misma.
 
A la mañana se está mejor, pensó ella, porque al salir el sol las pesadillas se interrumpen y después desaparecen. Entonces también se fregó la cara como la madre. Como tratando de despertarse. Como queriendo que todo aquello fuera un sueño.
 
Y todo se le nubló primero, como si arena en los ojos, y entonces después la nitidez. Amarga era. Pero se veía bien. La madre parada sentada, parada de nuevo, y las manos sobre la cara, resfregándose.

antes